Las encuestas constituyen un elemento, un artefacto político de gran alcance. Una primera y superficial lectura nos dice que las encuestas o sondeos son una herramienta diseñada para intentar saber qué siente o piensa la opinión pública. Vendría a ser el termómetro que toda clase de instituciones, desde las administraciones ¿caso, por ejemplo, del CIS- a empresas, pasando por los medios de comunicación ¿como hoy mismo hace EL PERIÓDICO DE CATALUNYA-, colocan en la boca del ciudadano para hacerse una idea de cuál es su temperatura corporal. Sin embargo, los sondeos, sus resultados, no son sólo un termómetro más o menos fiable. Además, modelan el imaginario compartido que domina, por ejemplo, una campaña electoral.
Así, como actualmente las encuestas señalan a CiU como vencedora, los demás partidos atornillan estrategias para asediar a la formación de Mas. Como el PSC se percata de que sus parroquianos están desinflados, pues menea el fantasma del independentismo para tratar de que se acerquen a las urnas. Al mismo tiempo, Iniciativa intensifica su presencia en los lugares donde al parecer flaquea, mientras que ERC llama a sus votantes a no permitir que el PP les adelante. Al fenómeno de los cambios en las conductas motivados por los sondeos, esto es, las alteraciones del resultado debidas a los pronósticos, se le llama reflexividad. De su influjo no se libra nadie. No se libran los partidos ni los ciudadanos al decidir el sentido de su voto. Y desde luego tampoco los medios de comunicación, que tenemos la costumbre de narrar la campaña como si de algo a medio camino entre la obra teatral y la carrera de galgos se tratara. Los sondeos van de perlas para fijar prioridades y también para saber ¿y poder contar- quién va ganando y quién perdiendo en cada momento, si el segundo pisa peligrosamente los talones del primero y, por supuesto, para compadecer al que se descuelga irremediablemente.