El poder político español, y el Gobierno Rajoy particularmente, ha activado todos los resortes contra el derecho de los catalanes a decidir su futuro. Así, las instituciones del Estado, desde el Rey (con su extemporáneo discurso sobre «galgos y podencos») hasta las fuerzas de seguridad e inteligencia (los policías y espías, enviados a Catalunya o no), pasando por las embajadas y un puñado de ministerios (como los económicos), han dejado atrás cualquier escrúpulo y trabajan para intentar frenar el movimiento soberanista.
El último y quizás más obsceno episodio lo hemos vivido hace tan sólo unos días, cuando el Ejecutivo español decidió -por mediación del fiscal general- destituir al fiscal superior de Catalunya, Martín Rodríguez Sol, por haber realizado unas declaraciones. Ante la amenaza y el acoso al que se le estaba sometiendo, el fiscal prefirió abandonar el cargo. ¿Soltó Rodríguez Sol alguna barbaridad, al estilo de las que casi a diario oímos sobre Catalunya? ¿Lanzó hirientes insultos antiespañoles? ¿Blandió la estelada? Nada de eso. El señor fiscal, nacido en Mallorca, es hombre de orden y miembro de la conservadora Asociación de Fiscales. ¿Entonces? Sencillamente dijo que es bueno que el pueblo, todos los pueblos, puedan expresar qué es lo que quieren. Recordó, asimismo, que la legalidad no permite un referendo de autodeterminación y apuntó que una posibilidad sería formular una pregunta que no abordara directamente el asunto.
A estas manifestaciones sobre el derecho a decidir, el fiscal superior suma el pecado de haber abierto diligencias ante la publicación en El Mundo del informe fantasma con acusaciones contra Mas. Tal informe, anónimo y plagado de errores, se sacó a la luz durante la campaña del 25-N con la, a mi entender, clara intención de incidir en los resultados.
En un lugar normal, el comportamiento de Rodríguez Sol formaría parte de lo normal. En España, no. En España actuar así le ha costado el cargo. La aberración la ha cometido el PP mientras el PSOE miraba hacia otro lado con innegable complicidad. ¿Qué le hubiera sucedido si, por ejemplo, hubiera afirmado que la autodeterminación de Catalunya es una locura o un disparate? Yo se lo diré: nada, absolutamente nada.
Por supuesto, a nadie le hace gracia que se cuestione su unidad. Pero en España la cosa va mucho más allá, pues no se duda en usar los mecanismos del Estado contra una parte de los ciudadanos de ese mismo Estado. Los valores democráticos básicos se ofenden con pasmosa tranquilidad y la instrumentalización de las instituciones apenas encuentra resistencia. El problema es grave, y no debiera de preocupar exclusivamente a los catalanes, sino al conjunto de los ciudadanos del reino.