Revisemos con atención los datos del último barómetro del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat de Catalunya publicado hace unos días. Los resultados vienen a consolidar una evolución caracterizada por el ascenso de ERC –que habría rebasado ya a una CiU menguante–, por el inaudito desplome del PSC y por la substitución del PP por Ciutadans como referencia del españolismo más duro. Un claro signo de lo mal que está el PP es que a sus electores les guste más Albert Rivera que Alicia Sánchez-Camacho.
El gran vector que ha trastocado el mapa es, sin duda, la fuerza del movimiento popular a favor del soberanismo, así como el debate sobre la autodeterminación y la independencia. Veámoslo. Cuando se les pregunta a los catalanes si votarían por la independencia, el 54,7% dice que sí, mientras que el 22,1% dice que no. El resto se abstendría, no lo sabe o no contesta. En los últimos barómetros del CEO, el sí se sitúa cerca del 55%, mientras el no se mueve en torno al 21%. Cuando a los catalanes se les dan cuatro opciones (región, autonomía, estado en una España federal, Estado independiente), sigue imponiéndose la independencia por un, a mi entender, espectacular 48,5% frente a un 45,3% de las demás opciones sumadas (no sabe o no contesta, al margen).
Todos estos datos son tremendamente significativos, pues, para que nos hagamos una idea, en el año 2006 la opción independentista se situaba más o menos en el 15% y la federal se hallaba alrededor del 33%. Se imponía entonces la opción «una comunidad autónoma de España», con porcentajes de aproximadamente el 38%.
Catalunya, sí, tiene un problema porque a sus ciudadanos no les dejan votar –más del 80% apoya una consulta– y, por consiguiente, se les impide escoger un futuro distinto, algo que muchos desean. Pero también el Gobierno español, y el españolismo que rechaza el derecho a decidir, tienen un problema grave que, además, va a persistir largamente. Un problema que no pasa tanto por si un líder o un partido sube o baja en Catalunya, sino porque el cambio que se ha producido en la sociedad catalana se revela cada vez más como un cambio profundo, de fondo.
Las placas tectónicas se han desplazado y se desplazan, y por eso también se mueve todo aquello que se encuentra en la superficie. El asunto con las placas tectónicas es que nunca vuelven a las coordenadas originarias. El suflé –la metáfora tranquilizadora que algunos prefieren– sí se deshincha, sí vuelve a bajar. De eso, creo, hablaba el conseller Andreu Mas-Colell cuando hace una semana advirtió en un desayuno en Madrid de que, «si la línea extrema [por parte española] perdura», Catalunya va a ser independiente, si no en esta generación, en la próxima.