El dilema es claro y endemoniado. O actúan los políticos del establishment de una vez contra la corrupción –o sea, de algún modo contra sí mismos, recortando su poder, ventajas y márgenes de impunidad– o van camino de ser borrados del mapa por el populismo y el empuje antisistema. Los ciudadanos votan y votarán cada vez menos por los partidos diseñados para gobernar y entregarán sus papeletas al radicalismo crítico. El voto a Podemos, por ejemplo, es a la vez una expresión de cabreo y la forma que tiene la gente de advertir a los partidos de gobierno para que reaccionen. Esa reacción, sin embargo, no es fácil. Si me permiten el símil, viene a ser como si alguien con exceso de chulería hubiera desatendido una herida mal curada. Ahora la infección se ha extendido por toda la pierna y no hay más remedio que amputar. Y, encima, solo puede hacerlo el propio herido. Debe autoamputarse para seguir viviendo. Hemos llegado a ese punto. Queda poco tiempo para reaccionar. Si no logran reunir el coraje necesario, que hay que reconocer que no es poco, la gran tormenta se los va a llevar por delante. Por otra parte, como quizá acertadamente dice un amigo mío, por lo demás hombre cabal, si pese a la que está cayendo son incapaces de hacer nada, ¿qué más da que revienten?