“Ha conseguido distender la situación con su manera de ser. Transmite calma y buen rollo, aunque dice las cosas claras”, comentan partidarios y no partidarios de Carles Puigdemont. Me atrevo a decir que es una percepción extendida.
Sin embargo, la afabilidad de Puigdemont no significa que esté en Babia o que no medite cuidadosamente lo que hace. Fijémonos por ejemplo en la última semana. El president realizó tres movimientos para nada casuales.
El primero consistió en recibir en el Palau de la Generalitat a Pedro Sánchez, el líder del PSOE, quien intenta por todos los medios –incluso pidiendo auxilio al griego Alexis Tsipras- convertirse en el próximo jefe del gobierno español. Es evidente que a Sánchez la foto con Puigdemont le iba bien para aislar aún más a Mariano Rajoy. Puigdemont –que en la entrevista a EL PERIÓDICO instaba al socialista a ser audaz- lo sabía y decidió echarle una mano. Por eso lo recibió con todos los honores. Puede que Sánchez no logre alcanzar la presidencia, pero Puigdemont no quiso dejar pasar la oportunidad de poner nervioso al PP.
El segundo movimiento fue la entrevista que concedió a cinco importantes rotativos europeos (el ‘Financial Times’ británico, el francés ‘Le Monde’, el italiano ‘Corriere della Sera’, el alemán ‘Süddeustche Zeitung’ y el portugués ‘Diario de Notícias’). Puigdemont sabe -como sabe el gobierno español, que intenta evitarlo por todos los medios- que subrayar el caso catalán en la agenda internacional es un elemento decisivo, fundamental.
Finalmente, el viernes trascendía que el presidente del ejecutivo de la Generalitat ha enviado una carta al comisario de Inmigración de la UE, Dimitris Avramopoulus, ofreciéndose a acoger 1.800 refugiados de forma inmediata y hasta 4.500 más adelante. La irritación del gobierno español fue evidente y del todo reveladora. Soraya Sáenz de Santamaría vino a decir que quién se creía Puigdemont que era para ir proclamando que tiene la solución al problema de los refugiados –algo que, por supuesto, la misiva el president no decía-, y que los refugiados no son asunto de una comunidad autónoma, “una región para la UE”, sino de los estados. Puigdemont lograba dos cosas. Por una parte, denunciar la notoria pasividad española (España ha acogido solo dieciocho de los 16.000 refugiados que le corresponden) y, por otra, aparecer como un actor autónomo, que se dirige a Europa sin pasar por Madrid, algo que el PP y el españolismo radical en su conjunto no soportan.
Escribí aquí en alguna ocasión que el president Mas era un mal adversario para el gobierno español. Lo era –lo es- por su capacidad de análisis, su autodisciplina y su determinación. Carles Puigdemont, que en algunas cosas se parece mucho a Mas y en otras muy poco, no parece, sin embargo, que vaya a resultar mucho más cómodo.