Catalán: español en la región catalana

El discurso de (no) investidura de Rajoy serpenteó durante su primera hora de forma melindrosa, desganada e insípida. Retórica de ‘todo a cien’, lugares comunes, frases hechas. No tomó vigor la prosodia mariana hasta poco después de las cinco de la tarde, la hora de los toros, al encarar el tema catalán. Lo que había sido hasta entonces previsible bla-bla-bla se transmutó en metálica dureza al referirse al «reto más grave» que tiene España. Catalunya ya había sido protagonista del acuerdo para intentar investir a Rajoy firmado con Albert Rivera. En él se instrumentaliza zafiamente el trilingüismo -como hizo el PP en Baleares- con idéntica intención con que se ha venido esgrimiendo el ‘derecho’ de todos los padres catalanes a impedir que sus hijos aprendan catalán.

Volvamos, sin embargo, a la alocución de Mariano Rajoy. Hay muchas maneras, lo hemos comprobado estos largos últimos años, de defender la unidad del Estado. Incluso de rechazar que los ciudadanos opinen sobre su futuro. Unas, sin embargo, son más consistentes que otras, aguantan mejor.

Apuntar que en la Constitución de Cádiz (‘La Pepa’) el poder pasa a los ciudadanos (solo si eran hombres, por cierto), afirmar que las reivindicaciones catalanas son un invento de políticos catalanes -con los que aseguró sin vergüenza haber dialogado un montón- y sentenciar que lo que pide el soberanismo o el independentismo «carece de fundamento», resulta muy pobre, amén de ridículo. Todo el mundo conoce la magnitud de las manifestaciones de la Diada, la participación en el 9-N y los resultados electorales de aquellos que piden la independencia y de los que piden un referéndum.

LÍRICA JOSEANTONIANA

Por otra parte, cabría preguntarle a Rajoy por qué, si tan seguro está de que todo es un mero bluf, mercancía de contrabando, no convoca un referéndum al estilo escocés o de Quebec y resuelve el problema.

Encontramos la, digamos, respuesta en su discurso del martes. España no está compuesta de pueblos o naciones, sino de «regiones» (no suele molestarse Rajoy en mencionar la distinción constitucional entre regiones y nacionalidades) cuyos habitantes añadió, con sonora lírica joseantoniana, «hemos mezclado nuestras sangres y nuestros destinos». (Ya embalado, añadiría la siguiente ocurrencia: “En toda nación, la unidad es el primero de sus valores (sic) por ser el fundamento (re-sic) de todos los demás»).

Avancemos: para él y el resto de diputados del PP -que en ese tramo aplaudían con sincera e inquietante euforia- España es un estado, una nación y un territorio por el cual se hallan diseminados sus ciudadanos. En su imaginario, más que catalanes, lo que existe de verdad son españoles que residen en diferentes partes de España. De ello se desprende, ni más ni menos, y este es el nudo, o el grumo, de la cuestión, que un señor o señora de Alcorcón (por decir algo) tiene exactamente el mismo derecho a decidir sobre el futuro de Catalunya que cualquier vecino de Montgat, Reus o El Pont de Suert.

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