Es como si en el ascensor uno pregunta la hora y el otro responde que “mejor, la verdad, aunque aún tengo que tomarme la pastilla todas las mañanas”. O como si, tras mucho rato guardando cola en la pescadería, la dependienta se interesa por cuántas lechugas quiere.
Tras años, muchos, asediando al catalanismo por tierra, mar y aire –lo que incluyó el derribo vía Tribunal Constitucional del Estatut aprobado por los ciudadanos-, el nacionalismo español que encarna el PP dice ahora que desea dialogar.
No va a dialogar por sentido democrático, tampoco porque reconozca el derecho del otro a ser oído. Mucho menos porque haya tomado al fin consciencia culpable de las injusticias y el daño infligidos. En realidad, no se sabe exactamente por qué, se supone que por fin va a comportarse como se espera que se comporte la gente en política. Puede que porque ha perdido, de mucho, la mayoría absoluta en el Congreso y debe mostrar otro semblante. Puede que porque sabe que el soberanismo va en serio. Puede que porque se ha dado cuenta de que el problema, que tanto ha contribuido a agravar, no va a desaparecer por si solo, a la manera en que se evaporan algunas pesadillas al llegar el amanecer.
El soberanismo catalán, junto con una amplísima mayoría de ciudadanos y de sus representantes políticos, quiere un referéndum. De lo que habla mucho es, en cambio, de reformar la Constitución. Lo dicho: uno va a por pescado y le ofrecen lechugas. Bien hay que reconocer que Mariano Rajoy no ha mostrado ningún entusiasmo por reformar la Constitución. Sabe que este tipo de operaciones las carga el diablo –que se lo pregunten si no al impulsivo Renzi-, y que no va a resolver la reclamación democrática catalana.
Pese a la mucha propaganda, a mí la ‘Operación Diálogo’ no me parece seria. Para empezar, porque la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría ha sido la gran artífice de la judicialización de la cuestión catalana, es decir, ha preferido siempre responder con la policía y los jueces. La estrategia –igual que la ‘guerra sucia’- ha resultado no solo inútil, sino contraproducente. ¿Puede ella –que ha demostrado que entiende solo superficialmente lo que ocurre- arreglar algo?
El realidad, cualquiera sabe que la cuestión catalana no se arreglará prometiendo futuros retoques en la Constitución, ni tirando del viejo estilo, esto es, a base de unas cuantas migajas en forma de concesiones. Ni con gestos amables. El españolismo, si quiere seguir evitando el referéndum, deberá hacer una propuesta que una parte del independentismo pueda estar dispuesta a aceptar. Ha de ser una propuesta substancial y ha de incluir, como mínimo, el reconocimiento como nación, el respeto total a la cultura y la lengua catalanas así como un cambio en la financiación y las inversiones.
Seguramente con ello lograría al menos aplazar el problema. Pero intuyo que esta es una carta que el Estado jugará -atención: si la arrogancia finalmente lo permite- cuando se encuentre, junto con el independentismo, pisando ya el borde del despeñadero.