Lo de vencer sin convencer es algo que no inquietaba a algunos mandamases españoles de antes ni, ha quedado bien acreditado, tampoco de ahora. Lo que sigue molando es tumbar al otro, infligirle una derrota cuanto más áspera más gloriosa, aunque haya que retorcer las leyes que uno blande como un crucifijo y jura farisaicamente proteger. Todo vale. Lo que está mal visto, mucho, es rebajarse a hablar, no digamos ya a negociar. Hablar y negociar son verbos nada recios, que solo conjugan los débiles de carácter. Más aún si a quien se tiene enfrente se le considera un siervo insolente. Entonces está claro: o se doblega o que se atenga a las consecuencias. El ensañamiento y la humillación no son, en tal cultura política, algo a evitar sino una merecida satisfacción para el vencedor.
Hay que considerar esa disposición psicológica para poder entender la forma en que el Gobierno y las élites políticas, económicas, funcionariales y mediáticas españolas han manejado y siguen manejando el asunto catalán. Tenerla en cuenta puede darnos pistas sobre cómo hemos llegado hasta aquí, y también sobre cómo es posible que, aunque el president Puigdemont negó en su carta del jueves la independencia, Rajoy pulsara el botón del 155, un artículo de la mano del cual el PP confía en hacer en Catalunya prácticamente lo que le dé la gana.
Lo que ocurrió en el Parlament, escribía Puigdemont, fue que se celebró un pleno «con el objeto de valorar el resultado del referéndum y sus efectos, y donde propuse –añade– dejar en suspensión los efectos de aquel mandato popular». El Gobierno español respondió inmediatamente difundiendo un comunicado y activó toda la maquinaria gubernamental y del Senado para tener manos libres en el Principado cuanto antes. Seguramente la insistencia del presidente catalán en el diálogo le irritó tanto como la exigencia de que cese la represión. Puigdemont estudia ahora declarar la independencia, por dignidad y aunque sea a beneficio de inventario.
La UE traiciona sus valores
Al presidente catalán eran muchos los que le pedían mayor atrevimiento, pero optó por frenar, por templar; en Madrid, contrariamente, se imponía otra vez la pulsión del ordeno y mando, y se daba satisfacción a los que, como los guardias civiles, hace tiempo que gritan «¡a por ellos!».
Cuando el president habla de represión no exagera. ¿Cómo hay que llamar, por ejemplo, al asedio judicial y de la fiscalía a los Mossos por no haber pegado a nadie el día 1, como sí hizo, salvajemente, la Guardia Civil? ¿Y a las maniobras para encarcelar al mayor Trapero? ¿Cómo hay que llamar a lo sucedido con Jordi Cuixart y Jordi Sànchez, quienes, lejos de alentar violencia alguna, lograron –como prueban las imágenes de televisión– que los manifestantes se dispersaran y la Guardia Civil pudiera abandonar la Conselleria d’Economia?
Estamos entrando en una fase nueva y mucho peor. El PP da este paso confiando en la permisividad del PSOE y, sobre todo, en que la UE, honorables excepciones al margen, siga traicionando sus valores más sagrados y mirando hacia otro lado.