Pasados ya unos cuantos días tras la suspensión del pleno de investidura, los tres grupos independentistas del Parlament, Junts per Catalunya, ERC y la CUP, siguen metidos en un intenso y no poco confuso forcejeo. Existen desavenencias entre ellos, y a veces también en su interior, sobre qué es lo que hay que hacer.
Ante la movilización del Estado para impedir que Carles Puigdemont, el candidato con más apoyos, pueda ser investido, las opciones son básicamente dos, siempre que no se quiera repetir las elecciones, algo que, además de una posible pérdida de la mayoría absoluta independentista, acarrearía la continuidad del 155, gracias al cual, el PP (cuatro diputados en las elecciones del 21-D) aplica, en un nuevo abuso, su programa partidista en Catalunya. Además, el artículo 155 supone el bloqueo de gran parte de la acción de la Generalitat. Todo ello está causando auténticos estragos.
Decía que si se quiere evitar unas nuevas elecciones, las opciones son básicamente dos. Una: otro choque con el Estado, esta vez por investir a Puigdemont como presidente. Se haga como se haga, la investidura acabará siendo abortada, sea antes de que se produzca o unas pocas hora después. La justicia y el TC están en este asunto plenamente al servicio del ejecutivo de Mariano Rajoy -cuando se trata de Catalunya nadie se acuerda de Montesquieu- con lo cual las posibilidades de que el afán legitimista llegue a buen puerto -su posible valor simbólico al margen- son exactamente cero. No solamente eso: tendrá consecuencias entre negativas y muy negativas tanto para los que ya se encuentran en el punto de mira de la justicia española como para otros actores soberanistas. Creo que no vale la pena.
La segunda opción, que comparten ERC y algunos miembros relevantes del PDECat es la realista o pragmática. Teniendo en cuenta todo lo arriba apuntado, esta vía propone ahorrarse más bajas y daños estériles y optar por investir a otro candidato del grupo de Junts per Catalunya. ¿Significa renunciar a la independencia? No. Al contrario. Supone dejar de retroceder y poder ponerse a trabajar con determinación, pero con ‘tempos’ diferentes y otra -y mejor- estrategia.
Puigdemont teme quedar arrinconado en Bruselas y ser progresivamente olvidado. Resulta comprensible, pues, que desee que la presidencia de la Generalitat quede en manos de alguno de su fieles, es decir, de alguien dispuesto a trabajar para que él no deje de ser, aparte de un símbolo y un recordatorio, una referencia activa tanto en la dimensión política y en la ciudadana del soberanismo.
Por su parte, sin embargo, Puigdemont debe asumir que su investidura es un callejón sin salida. Amén de buscar otro candidato, es imprescindible que él y sus partidarios en Junts per Catalunya -también la CUP- dejen de alimentar el relato que hace abstracción del fracaso de la declaración de independencia del 27 de octubre. Contrariamente, hay que partir de la situación generada -en tantos aspectos injusta, dolorosa, humillante incluso- por el 155 y el vengativo acoso del Estado.