Al evaluar el acto oficial de recuerdo a las víctimas de 17-A hay un par de premisas que no pueden dejar de considerarse.
La primera es que, si se organiza un acto público en Barcelona con la presencia del rey Felipe VI, hay que saber que muy probablemente se producirán expresiones a favor y también en contra del monarca. Querer obviarlo o querer simular que no va a ser así sería irresponsable y muy poco profesional.
En segundo lugar, la libertad de expresión no puede ser cercenada en el espacio público. No es legítimo censurar el derecho de todo el mundo a dar su opinión, se refiera esta a la monarquía, a los presos y exiliados o a un referéndum sobre la independencia.
Por respecto a las víctimas y a sus familiares -quienes demandaron “una tregua” en la batalla política-, se llegó a un acuerdo, explícito entre las principales organizaciones y partidos tanto soberanistas como unionistas, para dejar la política al margen. Ese acuerdo fue aceptado mayoritariamente por las bases de una y otra parte, aunque con llamativas excepciones, como veremos a continuación.
Es obvio que la organización del acto, centralizada por el Ayuntamiento de Barcelona, quiso evitar a toda costa una situación como la del año pasado, cuando las protestas contra el Rey fueron sonoras y multitudinarias. Intentar hacer compatible este objetivo con el derecho a la libre expresión ha conducido este viernes a toda una serie de maniobras que, amén de arduas, lo han condicionado todo y han dejado una extraña y molesta sensación. Todo tiene sus inconvenientes, y el equilibrio perfecto resulta inalcanzable.
Solo un rato en la plaza
Para preservar al monarca, los organizadores han quitado todo protagonismo a los representantes institucionales y políticos y se lo han dado a las víctimas y a sus familiares. Así, el Rey ha llegado, ha estado un rato en la plaza de Catalunya -no ha acudido a la Rambla-, y se lo han llevado. No ha hablado. El nivel de protección, de encapsulamiento del monarca, ha sido máximo. Apenas ha tenido tiempo de saludar a algunos de los presentes, entre los cuales -por cierto- a Laura Masvidal, la esposa de Joaquim Forn, el consejero de Interior durante el 17-A hoy entre rejas.
No ha sido este desde luego el único momento en el que el contexto político ha irrumpido en la, digamos, burbuja en torno al acto oficial. Otro ejemplo: la pancarta gigante contra Felipe VI colgada en un edificio de la plaza de Catalunya (los Mossos deberían explicar si pretendieron retirarla y por qué). También tiene que aclararse por qué no se permitió acceder al acto con símbolos independentistas, mientras las banderas rojigualdas sí eran bienvenidas. Debe ser lo que algunos llaman la ‘neutralidad’ del espacio público.
Supuestamente por casualidad -aunque cuesta una barbaridad tragárselo-, ha dominado en la plaza el unionismo, que, rompiendo el silencio requerido, ha lanzado una y otra vez gritos a favor de Felipe VI -”¡Viva el Rey!”, “¡No estás solo!”- y ha mostrado su enfado porque Gemma Nierga ha usado el catalán en su alocución. Más allá del perímetro de la plaza, camarillas de españolistas bravucones han campado a sus anchas.