Nadie ha conseguido salir indemne de las investiduras de alcaldes y alcaldesas. La enrevesada y tensa situación catalana explica, seguramente, las dificultades de los partidos a la hora de llegar a acuerdos. En pueblos y ciudades a lo largo del país se han producido alianzas impensables, auténticas batallas de pullas y reproches, y desenlaces sorpresa.
La supuesta ‘germanor’ entre independentistas no ha aparecido por ninguna parte. Se han sucedido los agarrones por los pelos, los arañazos y las patadas en la espinilla entre republicanos y posconvergentes (sí: los que gobiernan juntos en la Generalitat). Un pimpampum penoso, lamentable, de esos que hay que procurar olvidar. Más o menos, cosas de este tipo suelen ocurrir siempre, pero esta vez el jaleo ha sido de campeonato.
Barcelona, la capital, no ha querido ser una excepción y nos ha brindado un auténtico culebrón, con divorcios, héroes y villanos, traiciones e incluso lágrimas. Ada Colau perdió, pero ha acabado reteniendo la vara de mando. Lo ha logrado porque, sorpresivamente, se abrió ante sí una segunda puerta, un segundo pacto posible. El primero, con ERC, estaba precocinado desde hace mucho. El segundo, el nuevo, llegó de la mano del PSC y de Manuel Valls, al que siguió la mitad del grupo patrocinado por Ciudadanos.
Lo más natural, si nos fijamos en las propuestas para Barcelona, era aliarse con el republicano Ernest Maragall, el ganador. Por poco, pero ganador al fin y al cabo. Sin embargo, esa opción no le daba a Colau la alcaldía. La otra, sí. Los ‘comuns’ tuvieron que elegir y, tras sopesar, optaron por el PSC con el plus de los tres votos procurados por el exprimer ministro francés. Totalmente legítimo. Hicieron los ‘comuns’ lo que muchos, o tal vez todos, hubieran hecho. El precio, además de menor coherencia en las políticas, es que el discurso moralista de Colau pierde agarre.
Mucho menos fácil de entender es lo de Ciudadanos. Tras un mal resultado pese al supuesto fichaje estrella -Valls-, este decide que su destino es impedir que un independentista llegue a alcalde, anhelo compartido por los socialistas. Albert Rivera no mueve un dedo y aguarda a que Valls convierta a Colau en alcaldesa. Acto seguido, rompe con Valls. ¿Por qué no antes, si tanto le disgustaba el voto a Colau?
Encima, el otrora socialista Celestino Corbacho, que vota con Valls, se larga con Rivera. Este no solo se lo agradece: le da un puesto en la Diputación de Barcelona. Es así como Valls, en un suspiro, pasa de encabezar un grupo de seis concejales a uno de dos: Eva Parera (ex de Unió) y él.
La fiesta ‘ciudadana’ ha tenido su secuela: Rivera, empeñado en seguir en el carril de la derecha, se resiste a ayudar a Pedro Sánchez a ser presidente, aunque con ello jorobaría -un poco- a los independentistas. Para reafirmarse, el líder de Ciudadanos proclama, pecho henchido y verbo andarín, que Emmanuel Macron bendice sus tejemanejes con Vox, pero el presidente francés va y le desmiente ante España y Europa enteras.
Ya me dirán qué guionista abstemio supera esto.