Parece que haya transcurrido una eternidad desde las elecciones del 28 de abril, que ahora hay que repetir. Aquellos comicios sirvieron para dos cosas, las dos importantes. La primera para decidir si en España pasaba a gobernar la tríada de la derecha, a la que algunos habían bautizado como el ‘trifachito’, o lo hacía la izquierda, esto es, el PSOE con Unidas Podemos más, en caso necesario, la ayuda de las formaciones políticas de la moción de censura contra Mariano Rajoy.
La segunda cosa importante por resolver era qué hacer con Catalunya. Si más mano dura y un 155 permanente, como exigía la derecha, o seguir dialogando, como, pese a la falta de resultados, parecía querer el PSOE. Las conversaciones con los independentistas habían conducido hasta la declaración de Pedralbes, que intentaba fijar el marco de una futura negociación.
Los independentistas fueron fundamentales para la moción de censura contra el PP, ahí acertaron. Meses después, en cambio, se opusieron a los presupuestos de Pedro Sánchez, a mi entender, una equivocación. El líder socialista concluyó entonces que, con la derecha asilvestrada (había pactado en Andalucía y se había concentrado junta en la plaza Colón de Madrid) y habiendo roto con el independentismo, era el momento para llamar a las urnas. Que había llegado su oportunidad.
El 28 de abril los ciudadanos resolvieron que la izquierda debía gobernar. Españoles y catalanes respondieron también al segundo interrogante de aquellas elecciones: rechazaban los planes de la derecha para Catalunya y emplazaban a la izquierda española a seguir hablando con los independentistas, que se impusieron en Catalunya, con ERC alcanzando los 15 escaños.
Pese al tal mandato (a mi entender diáfano), Sánchez ha hecho todo lo posible por evitar un gobierno con Unidas Podemos y ha implorado los votos de PP y Ciudadanos a su investidura. También ha desoído a sus electores en relación a Catalunya y ha despreciado al independentismo. Ahora amenaza con aplicar el 155 y su inquietud se ciñe exclusivamente a cómo ahogar las protestas que se produzcan tras la sentencia del Tribunal Supremo.
Sánchez ha dado la espalda a sus electores (algunos de los cuales advertían la misma noche electoral “¡Con [Albert] Rivera, no!”) y ha incumplido sus promesas. Existen razones para todo ello, algunas de peso. Y puede que los comicios le vayan bien, o puede que no.
Tras lo ocurrido, sin embargo, la pregunta esencial no es esa. Sino esta otra: ¿Quién es Sánchez? Quiero decir: ¿Quién es realmente Sánchez? ¿Cuál es su verdadero carácter, su identidad profunda, su ‘ethos’? ¿Cuáles son sus principios irrenunciables, si los tiene, más allá de sí mismo, de su evidente narcisismo?
El líder del PSOE ha dado muestras de ser un luchador hábil y osado. Pero cada vez más parece ser solamente eso, alguien que domina el póquer político y no teme el riesgo. Que disfruta luchando y consiguiendo el poder, pero que no sabe exactamente para qué lo quiere. Qué hacer con él. Alguien sin un verdadero proyecto, o con un proyecto tan difuso y maleable que apenas merece tal nombre.