El tramo final de la campaña electoral se ha visto emborronado por los escándalos de compra de votos en Melilla y Mojácar (Almería), a los que han seguido un goteo de otros casos en diferentes puntos de la geografía española. Se han producido un montón de detenciones, y más que habrá en los próximos días, pues las investigaciones están abiertas. Cuando creíamos habernos adentrado en la asfixiante selva digital del siglo XXI, va y la realidad nos suelta una coz y nos envía directos al siglo XIX, con sus caciques y sus pobres.
La red mafiosa y clientelar de Melilla ha estado pagando el voto a 50, 100 o 200 euros. El precio no era fijo. Dependía. El tipo que se encarga de comprar, que trabaja para el partido, ha de tener buen ojo. Antes de abrir la boca, debe calibrar un par de cosas decisivas, siendo la primera la necesidad de dinero –grande o muy grande– que tenga el elector. Desde luego, cuanto más pobre mejor, más dispuesto estará a soltar el sufragio. Si el hombre o la mujer tiene familia, o sea, dos, tres o cuatro votos por canjear, todavía mejor, pues se ahorran viajes y gestiones y, si el intermediario es buen regateador, hasta se puede rebanar un poco el importe total. No es lo mismo mercadear un voto que cuatro, ¿verdad?
En el otro plato de la balanza se halla el apego que el potencial vendedor profese por su derecho a votar y por la democracia. Hay que dar con alguien pobre que, además, sea de los que no valoran mucho el acto de introducir la papeleta en la urna. A la devaluación –del voto, la política y la democracia– han contribuido y contribuyen tozudamente, con enorme empeño, huelga decirlo, nuestros partidos. Pero, ¡ojo!, aquí uno no puede confiarse: cuando menos te lo esperas, te topas con algún tozudo. Con algún obrero que lee en esperanto o un artesano de ateneo popular que no suelta la papeleta ni a tiros. Algún desgraciado puede incluso amenazar con llamar a la Guardia Civil. Cuando tropiezas con un cabezón orgulloso, lo mejor es escupirle un rosario de insultos, amenazarle y enseguida escurrir el bulto. Hoy en día, ya se sabe, no puedes fiarte de nadie. Y hay mucho desagradecido.