Que el liderazgo de la negociación con el PSOE sobre la amnistía la acapare y capitalice Carles Puigdemont tiene una cosa buena: el silencio. Por una parte, los pragmáticos permanecen callados y expectantes. Por la otra, entre los más combatientes ‘octubristas’ y los ‘borrasistas’ de Junts reina también la contención. El ruido, en el bando independentista, lo organizan si acaso personajes tan dispares y peculiares como, por ejemplo, Dolors Feliu, la presidenta de la ANC y su lógica dislocada. O la siempre animosa y contundente Clara Ponsatí. O la pubilla infatigable de Ripoll, Sílvia Orriols. Al trío de señoras hay que añadir algunos personajes sueltos y un ejército incansable de activistas de Twitter y otras redes. Toda esta gente, y algunas otras, rechazan la amnistía con argumentos tan peregrinos como, por ejemplo, que si mañana Catalunya se convirtiera en estado, entonces ya lo tendríamos todo y de golpe, incluida la amnistía. O este otro: la amnistía no la queremos para nada, pues no nos conduce, no nos hace avanzar hacia la independencia. Cierto, aunque olvidan algo evidente hasta para un estudiante perezoso de primero de Bachillerato: la no amnistía tampoco acerca a Catalunya a la independencia, más bien lo contrario.
Se ha especulado que, con todos o algunos de estos mimbres podría armarse una candidatura ‘octubrista’, que vendría a sumarse a las tres ofertas independentistas de hoy: ERC, Junts per Catalunya y la CUP. Un “cuarto espacio” que tal vez atraería también al abstencionista indepe. Seré diáfano en mi pronóstico: les auguro el fracaso. La política catalana está virando, en realidad, ha virado ya, hacia el realismo y el pragmatismo. La inflexión definitiva, sin vuelta atrás posible, vino de la mano del propio Puigdemont. Todo cambió, incluido el terreno de juego, cuando el president aceptó, primero, pactar con el PSOE la mesa del Congreso y, después, negociar la investidura de Sánchez.
Para el independentismo razonable, sea más radical o menos, parece inconcebible renunciar a la amnistía. Ningún ejército deja a sus heridos agonizando en el campo de batalla. No intentar conseguirla sería un gesto inhumano, un desprecio por los cientos de personas de a pie que se encuentran en manos de la justicia española. Ninguna causa que deje tirados a los suyos porque sí merece respeto ni tampoco, por supuesto, la gloria.
Contra la amnistía están también los otros, mucho más poderosos. La derecha y la extrema derecha españolistas -PP y Vox-, altos funcionarios, medios de comunicación, gente de mucho dinero, gran parte de los que mandan en la judicatura, fiscales, militares, policías, etcétera. También la vieja y caduca vieja guardia del PSOE. España se acaba, la Constitución salta por los aires, la democracia se resquebraja, se viola la separación de poderes, la igualdad se va al carajo… Les animan al menos tres pulsiones. Les anima la sed de venganza (su peor pesadilla es Puigdemont entrando en España aclamado por la multitud). Les anima también el odio a Sánchez, que, insospechadamente, les ganó la partida una vez más. Les anima, finalmente, su alergia al cambio, al avance y, sobre todo, a ver España tal como es: diversa y con distintas identidades nacionales. Ellos se empecinan en su España, la de antes, la de siempre.
Feijóo y sus huestes, siguiendo el ‘diktat’ de Aznar, se han arrojado al tremendismo vociferante y a unas manifestaciones en ningún caso apabullantes. Su única esperanza es que las negociaciones para investir a Sánchez fracasen, se produzcan nuevas elecciones y, entonces sí, reúnan entre ellos y Vox los suficientes diputados.
Es a todas luces una posición de perdedores, de gente aturdida, de gente cabreada. Nada en positivo. Todo contra los otros. Feijóo, el supuesto reformista de las cuatro mayorías absolutas en Galicia, no ha tenido el carácter suficiente para sustraerse a la presión y el mangoneo del ala derecha del PP e imponer una estrategia centrista y moderna. En el debate de la investidura ‘fake’ se limitó a hacer de oposición y recitar algunas propuestas genéricas. Y, en el caso de Catalunya, ni siquiera eso. El candidato popular fue incapaz, absolutamente incapaz, de dirigirse a Catalunya, de hablarles al conjunto de los catalanes de tú a tú, de proponerles algo, por modesto que fuera. Nada. No se atrevió. Eso sí, no se cansó de insistir, demostrando una escalofriante pequeñez, que en España quien la hace la paga. Es decir, quedó atrapado en el grito mezquino y primario de la derecha callejera: ¡Puigdemont, a prisión!. Triste, pero es lo que hay.