NOS hemos hartado, y seguiremos hartándonos, de oír reflexiones, discursos y promesas acerca de la corrupción. Muchos, seguramente todos, son y serán bienintencionados. Transparencia, más y mejores normas, no toleraremos cosas raras, echaremos a los aprovechados y a los que metan la mano en la caja, pedimos perdón, etcétera, etcétera. La política, especialmente en los tiempos de la televisión e Internet, se cimienta en la confianza, y la confianza en los políticos catalanes y españoles escasea de forma alarmante. Ha ocurrido por múltiples razones, entre ellas los escándalos vinculados a la corrupción. La gente no cree en los políticos ni se los cree. Mucho peor: los mira mal, despiertan rechazo e incluso animadversión.
Las recetas, los cambios necesarios, son conocidas. Y deberían tomarse desde arriba. Sería desde luego lo mejor: que las cúpulas, los que mandan de verdad, reformaran las condiciones que hacen posible, que propician incluso, los desmanes. Cambios en el sistema de financiación de los partidos, en el sistema electoral, en la hacienda de los ayuntamientos, en el orden urbanístico…, pero es altamente improbable que los que remenen les cireres desmonten un tinglado que, a ellos, digan lo que digan, les va bien. Por lo tanto, lo más realista es pensar que continúen con los discursos a la espera de que amaine, y luego, a seguir como siempre. A los partidos les preocupa la llamada desafección -traducida en abstención- cuando les daña a ellos más que a los adversarios. En caso contrario, bienvenida sea. A los partidos les preocupan los escándalos -traducidos en desafección- cuando les dañan más a ellos que a los demás. Si no, bienvenidos sean también.
Únicamente si la gente, los ciudadanos, siguiera enfadada y exigiendo cambios de forma sostenida habría una esperanza. Pero somos latinos, meridionales, y como tales tendemos a perder los estribos para, al cabo de un tiempo, relativizar e incluso olvidarnos de lo que poco antes nos hacía hervir la sangre. Que la gente acabe adaptándose, acabe asumiendo lo que hay -la tendencia a la fatalidad es asimismo muy latina- es uno de los peligros. El otro es que una porción de la ciudadanía opte por alguna vía redentora y populista, que ya hay varias en el mercado. Aunque, si uno lo piensa bien, constituye toda una tentación. Quizás así, con una buena sacudida, con un buen susto, nuestros políticos nos tomarían en serio de una vez.