Algunas cosas terminaron el pasado domingo y entre ellas se encuentra el pujolismo. El pujolismo agotó su última etapa al conseguir Artur Mas la presidencia de la Generalitat de Catalunya en las urnas, destino que alcanza tras siete años de dura y con frecuencia amarga travesía del desierto. Estos últimos siete años no han sido, sin embargo, siete años perdidos. Como contaba en un espot de campaña el líder de CiU, la espera ha resultado fértil en diversos aspectos. Uno de los frutos más apreciables de estos años es sin duda la autoridad que Mas se ha ganado fuera -evidenciada por los resultados electorales- pero también dentro de su organización. Para el puesto de máximo responsable de la federación nacionalista fue ungido por Jordi Pujol, pero hoy son pocos los que se acuerdan de ello y, si se acuerdan, lo consideran a estas alturas algo sin importancia, una minucia. Nadie discute, ni ha discutido en los últimos tiempos, que Mas no es solo quien manda, sino también quien debe mandar. Incluso los tradicionales roces y enfrentamientos con Unió Democràtica de Catalunya parecen haberse convertido en una antigualla.
El domingo por la noche, durante el festejo convergente en el Hotel Majestic, se derramó una copa de cava. Rápidamente, espontáneamente, Helena Rakosnik mojó sus dedos en el líquido gaseoso y mojó con él la frente del expresident. Los dedos de la esposa de Mas posándose en la testa del padre de la patria para darle suerte. Ocurrió en un segundo. Al contemplar la escena, sentí que algo trascendental acababa de suceder: aquel instante bien podía ser el instante exacto en que el pujolismo como etapa (política, ideológica, hasta cierto punto cultural) se extinguía. Fue un gesto fugaz pero preñado de simbolismo. Un gesto importante, luminoso. Los dedos de Helena atravesando la historia.
Innegablemente, Pujol se sentía feliz, muy feliz. Sentía que, de algún modo, todo acababa bien. Que el destino, el destino al que de chaval decidió fiarlo todo, le entregaba el último regalo. Aquel en quien, contra el parecer de muchos, confió lo había conseguido, estaba cruzando la meta. Seguramente para el expresident lo que estaba pasando no era propiamente que el pujolismo se acabara, sino otra cosa parecida y a la vez distinta. Apostaría a que -pese a que él y Mas se parecen muy poco- Pujol sentía la reconfortante satisfacción de saber que nada había sido en vano, pues el pujolismo desembocaba, entroncaba en algo nuevo pero muy antiguo a la vez. Por eso (y espero que no se enfade por revelarlo) comentó, aún con el aroma de cava perfumándole la frente: «Hoy quizá sí que puedo decir ya que mi trabajo ha terminado».