El lunes de Pascua me vi sorprendido, como todos, por el anuncio por parte del Gobierno español de un recorte suplementario de 10.000 millones en sanidad y educación. De inmediato pensé en el conseller Mas-Colell y en cómo se le habrían erizado los pelos de su sabia testa, y me asaltó nuevamente un sentimiento de perpleja admiración. ¿Quién le mandaba a este hombre, a sus años y con su currículo, meterse en tan soberano e irritante lío?
Luego pensé en su jefe y en su afán de ser serio, cumplidor, fiable. Artur Mas ha sometido el presupuesto catalán a una severa poda, ha rebajado el sueldo a los funcionarios, ha puesto precio a las recetas, cada día dice que no a mil proyectos y compromisos adquiridos, etcétera. Ha sido pionero de la austeridad y el rigor, y no solo nadie se lo agradece, sino que Mariano Rajoy se ensaña con Catalunya, a la que no piensa pagar lo acordado y a la que, además, va a dejar casi sin inversiones en infraestructuras mientras se pone a excavar el AVE gallego.
Con una mano el PP ahoga a Mas y con la otra, le amenaza. También el lunes el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, declaraba en una entrevista a El Mundo: «Las autonomías van a cumplir el déficit sí o sí». Se refería en primer término a Catalunya y Andalucía -en donde el PSOE e IU podrían dejarse crecer las patillas y atrincherarse en plan Curro Jiménez-. Si no cumplen, trompeteaba Montoro, las comunidades serán intervenidas y un comando de altos funcionarios se encargará de todo.
El Gobierno del PP no está logrando domar la crisis, al contrario. Ha cometido Rajoy errores de bulto, como, por ejemplo, retrasar el Presupuesto por partidismo (para ganar en Andalucía, anhelo frustrado), intentar fijar unilateralmente el objetivo de déficit apelando a la «soberanía nacional» y una pésima política informativa, trufada de contradicciones y silencios incomprensibles.
Para muchos en la derecha españolista, la mala situación económica presenta, sin embargo, un ángulo reconfortante, incluso atractivo: es el pretexto ideal para, en su lenguaje, poner a raya a las autonomías. No para recuperar el proyecto primigenio y frustrado de la transición, esto es, un mapa con Catalunya, País Vasco y Galicia reconocidas en su identidad y con acomodo federal, no. Consiste en lo contrario, es decir, en aplicarles a todas a un trato folclórico, particularmente a Catalunya.
Como pide Esperanza Aguirre a lo bestia, se trataría de vaciar las autonomías de las competencias importantes. O, en palabras de Montoro, de «ordenar el Estado de las autonomías» para evitar «nuevos despilfarros». «Vamos a acometer la revisión de las competencias superpuestas, el reequilibrio de las competencias, y -amenazaba el ministro- lo vamos a hacer muy pronto».