Puede que a algunos la reunión ayer de los partidos catalanes les aburra, que les suene a película ya vista. Puede incluso que evoque en sus mentes aquella de Miravet, con Pasqual Maragall al frente del Govern y la reclamación de un nuevo Estatut sobre la mesa. Y la verdad es que la cumbre del 2004 tiene que ver bastante con la de ayer. En gran medida, de aquellos polvos estatutarios vienen estos lodos del pacto fiscal.
Hagamos un poco de memoria. Cuando se impulsó la reforma del Estatut se argumentó que la operación tenía dos metas principales. Una, el reconocimiento de la personalidad nacional catalana y la mejora del estatus de la lengua propia. Y otra, un auténtico cambio en las relaciones económico-financieras con el Estado (por cierto: puede que algún día más allá del Ebro alguien lamente que la parte del Estatut consagrada a la financiación quedara en papel mojado).
Ahora los catalanes vuelven, volvemos, sobre lo mismo, pues el problema de fondo, el injusto e ineficiente sistema que condena a Catalunya a sostener un exagerado déficit fiscal, sigue ahí. La crisis económica no solo da razones para insistir, sino que convierte la cuestión del déficit fiscal en un problema que los partidos catalanes no pueden de ningún modo ignorar ni eludir.
En este asunto, como ocurrió con el Estatut, cabrá sopesar atentamente las ventajas e inconvenientes de un mayor o menor consenso interior. Un consenso que no debe sacralizarse ni es un valor absoluto, pero que, por otro lado, otorgaría una fuerza política innegable a la propuesta. El consenso, sin embargo, supone siempre flexibilizar las propias posiciones, con el peligro de acabar desfigurándolas e incluso haciéndolas irreconocibles.
Al margen de en qué términos se formule finalmente la propuesta catalana de pacto fiscal, y al margen de quiénes la apoyen en Catalunya, si algo parece tener claro Artur Mas es que no va a adulterar sus demandas, que pasan sobre todo por un cambio claro de las reglas de juego. En segundo lugar, el president y los suyos no están dispuestos esta vez a aceptar que el asunto acabe en nada o en muy poco, o que se intente despachar con un sonoro portazo al estilo del que se dio al llamado plan Ibarretxe. En la fase en la que nos hallamos, con la pelota todavía en campo catalán, cabe insistir, sin embargo, en la necesidad de que Catalunya se presente en Madrid con una sola voz. En la importancia de ir juntos. Eso, que es cierto cuando hablamos de los partidos, lo es también en cuanto a la sociedad.
Por consiguiente, no parecen de recibo las presiones que ejercen ciertos sectores para intentar torcer la voluntad y determinación del president Mas o para condicionar el debate trascendental que se avecina; sectores que, quizá conviene recordarlo, nadie ha tenido la oportunidad de votar en las urnas.