No todas las sociedades responden igual ante la corrupción. Depende en gran medida de su cultura política. En el caso catalán y español, tradicionalmente la ciudadanía no suele reaccionar de forma inmediata y contundente. Por desgracia, en la Europa meridional, la tolerancia, emparentada con el escepticismo mediterráneo, es honda y duradera.
Sin embargo, cuando el cúmulo de desastres es insostenible, incluso sociedades como las nuestras acaban reaccionando. ¿Cómo lo hacen? Pues, por ejemplo, como hemos visto en comicios recientes, y como confirman sondeos como el publicado hace unos días por EL PERIÓDICO, alejándose del partido que en un momento dado se encuentra en la picota, pero también y a la vez de aquellos que identifican con el establishment, con, digamos, el sistema establecido.
A grandes rasgos, ello supone un desplazamiento del electorado del centro hacia la periferia del mapa político. La orografía normalmente cóncava, con la mayoría de votantes acumulándose en el centro, se deforma hacia la convexidad. Los ciudadanos se trasladan de los partidos mayoritarios a los minoritarios y, en mayor o menor grado, más radicales. Otro factor dramáticamente poderoso, la crisis económica, empuja en el mismo sentido.
Como es obvio, y como cualquiera con dos dedos de frente sabe, esa minorización y fragilización de la centralidad comporta una serie de nada desdeñables efectos nocivos. Uno de ellos es la pérdida de estabilidad tanto de parlamentos como de gobiernos. Otro, la posibilidad de que ofertas populistas consigan una pequeña o gran cuota de poder. Que un personaje como Rosa Díez resulte tan aplaudido en España (o Beppe Grillo en Italia) constituye una muestra de lo expuesto en estas líneas.
Cuando, como ahora, el electorado abandona el barco de los llamados «partidos de gobierno» para apostar, venciendo todas las prevenciones, por fuerzas situadas en la periferia o incluso en los arrabales de la escena, hay que alarmarse. Tal dinámica debería hacer reaccionar a los grandes partidos de manera seria, creíble y eficaz. Y más allá de seguir aprovechando ciegamente cualquier oportunidad para socavar la posición del adversario.
¿Lo harán? El instinto de conservación actúa como un pesadísimo freno. Porque, lógicamente, cuanto mayor es el poder acumulado, cuantas más personas ocupan cargos que dependen directa o indirectamente de la organización, mayor es la resistencia al cambio. Hay que añadir que en la política democrática el futuro acaba y empieza cada cuatro años, que el corto plazo está, por tanto, inserto en su ADN, lo que contribuye a dificultar las cosas más todavía. Los propios políticos se revelan, de este modo, como los peores enemigos de sí mismos. Son sus temores, su fobia a perder pie, lo que les impide tomar las decisiones –ciertamente drásticas– que deben tomar por el bien de la política y de la democracia.
Sin embargo, por mucho que les cueste, no tienen otro remedio que actuar. Cuanto más tarden peor, más oneroso, va a ser el precio que tendrán que pagar.