Me parece mucho más coherente con la democracia liberal, en su sentido profundo, la república que la monarquía (por muy parlamentaria que sea) y, además, todos sabemos cómo fue restaurada esta última en España. Por otra parte, y por razones perfectamente históricas imaginables, la borbónica no es una dinastía que me inspire especial simpatía. Pese a todo, no soy de los que celebran los casi constantes tropiezos de Juan Carlos y familia.
Mi, digamos, discreto entusiasmo por la vuelta al régimen republicano -que, por su parte, arrastra también su carga de errores y pecados- es de naturaleza pragmática. O sea, mejor malo conocido. Y me refiero al régimen como tal, no al actual rey de España, a quien, si acaso, me referiré más adelante.
La república, para que funcione realmente -un cambio de régimen, siempre traumático, debería suponer un salto cualitativo; si no, ¿para qué realizarlo?- tiene que integrarse armónicamente en un sistema sustentado en una cultura política tupida y de cierto calado. Debe ser una cultura de verdad, es decir, no un jardín cultivado por una élite, sino compartida e incorporada por el conjunto de la sociedad. Siento profundamente decirlo, pero no me parece que estas condiciones se den.
Los factores que provocan tal debilidad superestructural (como se decía antiguamente) son difíciles de inventariar, aunque, por supuesto, hay que considerar el poco edificante itinerario histórico, y, seguro, elementos de carácter sociológico, económico y cultural. Para empezar, no creo preparados a PP ni a PSOE, que no resistirían la tentación de convertir la presidencia de la república en un instrumento más al servicio de sus intereses puramente partidistas. Y la presidencia de una república debe disponer de independencia, un comportamiento radicalmente institucional y basarse en el prestigio.
Pese a lo dicho hasta aquí, la espiral negativa en que se halla metida hoy la Monarquía española bien puede hacer que en cualquier momento no quede más remedio que el cambio de régimen. Que sea lo más razonable. Puede que la situación se haga insostenible o, para expresarlo tal vez mejor, que continúe haciéndose insostenible. Todo apunta en esta dirección, a no ser, quizá, que se ejecute con prontitud y talento el relevo de Juan Carlos por Felipe.
Encima, es como si en el seno de la propia familia real se esforzaran por hacer frente a las calamidades con la mayor impericia posible. Como si de ellos se hubiera apoderado una irreprimible y fatal atracción por el abismo. Por ejemplo: ¿cómo se le ocurre al Rey criticar al juez que acaba de imputar a su hija Cristina? ¿Quién le aconseja en estrategia y comunicación (estoy suponiendo que atiende a consejos)? ¿El más fanático enemigo de la Corona?