Las estelades adornan los balcones, la camiseta cuatribarrada del Barça bate récords de ventas, los actos de afirmación catalanista proliferan en pueblos y ciudades, la cadena humana que se prepara para el Onze de Setembre tiene todo los números para convertirse en un éxito rotundo, etcétera. Más allá o, mejor dicho, más acá de la política institucionalizada, el movimiento popular soberanista no parece desinflarse. Lejos de ofrecer síntoma alguno de que vaya a flaquear o a desaparecer, aparentemente a cada día que pasa se consolida y gana impulso.
Se evidencia que se ha producido en la sociedad catalana un cambio profundo, un cambio que ha llevado a la ciudadanía no solo a considerar normal lo que hasta hace muy poco tiempo hubiera sorprendido –las estelades en los balcones, por ejemplo–, sino que una buena parte se encuentra, además, muy movilizada y comprometida con el derecho a decidir y la independencia.
Mientras tanto, los políticos catalanes, situados entre las reclamaciones de los ciudadanos catalanes y la actitud del Gobierno español, tratan de administrar la compleja situación como pueden. Unos consiguen acertar más, otros aciertan menos, pero, en contra de lo que muchos creen en Madrid, ellos no son el motor ni los causantes de lo que sucede, pese a que, claro está, todos ellos han hecho sus apuestas, que van desde el independentismo al unionismo españolista.
El Gobierno del PP, por su parte, ha decidido obviar el problema, negar la mayor. Mariano Rajoy , por convicción o por cobardía, o por ambas cosas, lo que hace –públicamente, se entiende– es callar y simular que no ve nada. Rajoy y el PP tal vez crean que esa es la mejor manera de abordar el asunto. O puede que tengan miedo a la reacción de los grandes poderes –financieros y empresariales, mediáticos, funcionariales, incluso militares– y de la sociedad española en caso de que hicieran algún movimiento.
Así es que el PP ha optado por la ceguera y el inmovilismo. Muy en sintonía con el estilo Rajoy, el camino elegido ha sido no admitir que existe un conflicto, pues ese reconocimiento obligaría a hacer algo, a admitir los errores propios, a proponer vías de solución y también a dialogar en términos de razón democrática. El Ejecutivo popular prefiere, en cambio, esperar a ver si hay suerte y la tormenta amaina.
No hacer nada tiene, sin embargo, un precio. De hecho, un precio elevadísimo, pues, como sea que siguen sucediéndose motivos pequeños, medianos y grandes para la indignación –el último y muy grave es la manera en que el Ejecutivo español ha distribuido el déficit entre la administración central y las autonomías–, el soberanismo acumula argumentos y sigue vigorizándose.
Y para todos, pero en especial para los que no quieren que Catalunya decida ni, menos aún, que se independice, la situación empeora.