Han sido estos días especialmente frecuentes las reflexiones sobre la Constitución de 1978. Esta fue el resultado del equilibrio de fuerzas entonces existente y un auténtico ejercicio de realpolitik . Hubo concesiones de todo tipo, algunas ciertamente vergonzantes, pero se consiguió sacar a España del peligroso atolladero en que se encontraba. En el apartado autonómico, se optó por la descentralización y el café para todos. Para el catalanismo, la Constitución fue un punto de partida. Para el españolismo, de izquierdas y de derechas, el punto de llegada. Donde se daba carpetazo al asunto.
Enseguida se produjo el lógico forcejeo por ganar terreno. A medida que la memoria del pasado y la mala conciencia empezaba a diluirse, el españolismo fue recurriendo cada vez más a los resortes del Estado contra una diversidad que, pese a estar en la Constitución, en realidad nunca aceptó ni apreció. Algunos consideran que fueron los Juegos del 92 los que despertaron al peor españolismo, otros que todo empezó con el Aznar de la mayoría absoluta. El acoso constante y cada vez más explícito a Catalunya ha acabado por convencer a muchos de que no hay más remedio que la separación. Y la pulsión nacionalista española no ha dejado de robustecerse entre la ciudadanía, según los sondeos. Catalunya se contempla muy mayoritariamente con enojo, cuando no con franca animadversión. Tanto es así que los intelectuales de izquierda españoles –los que en teoría deberían tener mayor sensibilidad– hace mucho que no levantan como quien dice ni una ceja ante los ataques a Catalunya o al catalán.
Este es el gran, grandísimo, fracaso: ni la transición ni la Constitución han servido para cambiar la mentalidad de la sociedad española (« recorda sempre això, Sepharad/ Fes que siguin segurs els ponts del diàleg/ i mira de comprendre i estimar/ les raons i les parles diverses dels teus fills» , pedía Espriu en 1960). Al contrario: España es más refractaria a la diversidad que antes, lo que dificulta cualquier posibilidad de acuerdo y resulta francamente inquietante, pues la idea de pluralidad se halla en el corazón de la democracia.
Los políticos españoles, con el concurso entusiasta y absolutamente irresponsable de muchos medios, no han hecho nada a favor del entendimiento. No han hecho pedagogía de la diversidad, sino que la han boicoteado, y han inoculado el veneno de la catalanofobia. Antipatía contra empatía (¿recuerdan, por ejemplo, la infame recogida de firmas contra el Estatut?). Esos comportamientos constituyen un auténtico fraude a España y a todos los ciudadanos del Estado, también a los catalanes. Que ahora los responsables de lo ocurrido culpen al catalanismo o al vasquismo, como hacía Alfonso Guerra hace poco en una entrevista en El País , no hace más que corroborar la trágica ceguera.