Nos encontramos ante las puertas del Onze de Se-tembre, que sin duda se convertirá en una nueva demostración de fuerza del movimiento popular soberanista. Luego, asistiremos al referendo de Escocia –un lacerante reproche simbólico para el Gobierno español–. Y llegará el 9 de noviembre, fecha fijada para la consulta catalana. Momento clave del llamado proceso.
Cuando el Parlament haya aprobado la ley de consultas, el president Artur Mas firmará el decreto convocando a los catalanes a pronunciarse el 9-N. El Gobierno español ha anunciado hasta la saciedad, sin leer la ley, que la llevará al Tribunal Constitucional y este suspenderá su aplicación. Una vez esto ocurra, la consulta también quedará fuera de la legalidad española. Si bien hasta este punto las cosas parecen bastante claras, lo resultan mucho menos a partir de aquí. En diciembre los partidos que apoyan la consulta lograron conservar la unidad gracias al acuerdo sobre la fecha y la pregunta. Muchos en Madrid y en Catalunya confiaban en que fracasarían. No fue así, algo que, como se hizo patente, sacó de sus casillas a Mariano Rajoy y los suyos.
Ahora vuelve el peligro de división. La pasada semana, por ejemplo, Marta Rovira, número dos de ERC, declaraba en TV-3 que la consulta debía llevarse a término a toda costa, desatendiendo lo que el TC ordene. La CUP, mientras tanto, invitaba a Mas a dimitir si al final no hay consulta de un tipo u otro.
Mas, por su parte, repite que va a haber consulta y que se hará dentro de la legalidad. Y eso es lo que debe seguir diciendo. Por supuesto, no ignora las intenciones de Rajoy. Debe seguir diciéndolo porque el president debe basarse en aquello que del Parlament y de él mismo depende, en aquello de lo que está seguro. Pero, sobre todo, porque asumir que no habrá consulta sería boicotearse a sí mismo, trabajar a favor del adversario político.
Si se impide a los catalanes votar, existen dos cosas, de signo contrario, que pueden pasar. La primera, que la actuación del Gobierno español sea percibida internacionalmente como escandalosa, como una clara vergüenza democrática, algo que la reciente consulta escocesa (sea el resultado uno u otro) ayudará a poner de manifiesto.
Pero hay otra posibilidad: que desde el propio soberanismo se arremeta contra Mas si este decide acatar el veto del Constitucional. Que se le acuse de cobardía y de incumplir lo prometido. Que una parte del soberanismo se revuelva contra el president supondría no solo reducir a añicos la unidad soberanista, sino también, automáticamente, el fracaso de tantos esfuerzos y tanta esperanza de tantos ciudadanos. Los catalanes derrotándonos a nosotros mismos. No sería la primera vez.