En política, en la política de verdad, los sentimientos tanto individuales como colectivos son fundamentales. Imprescindibles como motor de lo que sucede en cada momento y también, por consiguiente, para la comprensión de lo que está pasando. El movimiento popular soberanista no se puede comprender sin tener en cuenta los sentimientos. Unos sentimientos que han desembocado en lo que se ha llamado la desafección y la desconexión de los catalanes en relación a la España oficial. Una España oficial que para muchos no solo ha menospreciado la catalanidad –la diversidad– sino que no ha dejado de combatirla por tierra, mar y aire. No hace falta haber leído a Rovira i Virgili, por ejemplo, para saber que la identidad individual y la colectiva no pueden separarse, que una y otra van juntas.
La desafección/desconexión no se ha traducido, sin embargo, en hispanofobia. O solo de forma muy marginal. Cualquiera que haya asistido a alguna de las grandes manifestaciones del Onze de Setembre u observado el 9-N lo sabe. No ha sido así con la catalanofobia, poso cultural español que determinados políticos y medios de comunicación españoles han atizado hasta la náusea.
Viene todo esto a raíz de las recientes alocuciones de Felipe VI y de Mariano Rajoy. El Monarca, en su primer discurso de Navidad, aludió a los sentimientos: “Pero no se trata solo de economía o de intereses, sino también y sobre todo, de sentimientos”. Para añadir a continuación: “Millones de españoles llevan, llevamos, a Catalunya en el corazón”. También recordó que la Constitución ordena respetar la pluralidad y animó a sumar las diferencias, “que debemos comprender y respetar y que siempre nos deben acercar y nunca distanciar”.
En su balance del 2014, Rajoy se adscribió a un planteamiento absolutamente distinto. Relegó el problema catalán a una cuestión secundaria, casi anecdótica. Y se limitó a cargar contra el ‘president’ Mas acusándolo de dedicarse a crear problemas en vez de gobernar. Lo que ocurre no es, pues, más que un problema artificial. A preguntas de los periodistas, abordó el tema en negativo y en abstracto al señalar que no está dispuesto a hablar ni de la unidad, ni de la soberanía, ni de la igualdad -lo que sea que él entiende por igualdad- entre ciudadanos.
El presidente español –pese a que su intervención fue posterior a la de Felipe VI– no apeló a los catalanes de a pie. Ningún espacio para los sentimientos, nula capacidad para ponerse en el lugar del otro. Nula empatía. Al contrario que para el Rey (“se trata… sobre todo de sentimientos”), para él aparentemente los sentimientos no cuentan. Una ceguera en la raíz de la nefasta posición adoptada hasta ahora por el Gobierno sobre la cuestión catalana.