ras las emociones de la final de la Champions y a merced como nos encontramos de la impetuosa riada política que nos arrastra, puede parecer que el asunto de la pitada al himno español es irrelevante. En mi opinión, más allá del hecho estricto, el incidente tiene el poder de ilustrar, de iluminar, más intensamente que otros mayores, el sentido profundo de lo que hoy ocurre y nos ocurre.
La atronadora protesta del 30 de mayo no es algo inédito. Ni en España ni fuera. Los precedentes son numerosos. Guste más o menos, se trata de un acto amparado por el más elemental derecho a la libertad de expresión. La libertad de expresión suele causar, cuando lo es de verdad, incomodidad, controversia e incluso irritación en terceros. Pero, inseparable hermana del debate, de la deliberación, es el corazón de la democracia y el combustible del progreso científico, intelectual y también moral. No creo que deba extenderme sobre ello, pues forma parte del consenso, de lo obvio, del sentido común compartido, en cualquier sociedad que se quiera civilizada.
Xavi Hernández lo resumió perfectamente al sugerir que lo relevante era preguntarse por qué tembló el Camp Nou. Es decir, llamó a fijarse en los argumentos, a ponerse en la piel del otro. A intentar entender. La réplica fue un vendaval de insultos, en especial en las redes sociales, ese sumidero de la bilis colectiva.
Los del PP, principales responsables, con sus políticas, con sus actitudes, con sus palabras, del enojo de muchos vascos y catalanes, respondieron como era de esperar. La prensa de derechas editada en Madrid se revolvió ferozmente. Rafael Hernando, en nombre de los populares, llamó “energúmenos” y “enfermos” al público del Camp Nou. Hubo quien, con grotesca maldad, quiso convertir la protesta en un intolerable ultraje a los españoles de a pie, a los ciudadanos. Y, por supuesto, se rastreó enseguida alguna fórmula que permitiera el castigo. Y si no, se concluyó, habrá que redactarla sin que nos tiemble el pulso, para que sirva de escarmiento.
La rabia les cegó. Como les ciega cada vez que se trata de responder a Catalunya. La respuesta a la pitada sigue el mismo patrón que con el Estatut, con las quejas contra la injusta y extractiva financiación autonómica, con la petición de una consulta y con tantas otras demandas. Es un patrón forjado a base del menosprecio, el insulto, la amenaza y el afán de venganza (si Catalunya resultara independiente, nos han advertido obsesivamente, España se encargaría de impedir que permaneciera en UE y de hacerle la vida tan amarga como pudiera).
Ante el dedo que señala la luna, a muchos, a demasiados en España, lo que les sale no es levantar la vista, sino cercenar con saña al malvado e insolente dedo.
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