Mariano Rajoy y el PP han anunciado que están dispuestos a revisar la Constitución en la próxima legislatura. Han optado, pues, por apuntarse al debate abierto por las izquierdas. Eso sí: tanto unos como otros lo primero que han querido aclarar es que los cambios que puedan llevarse a cabo no van a estar orientados a solucionar el conflicto con Catalunya.
La decisión de los populares parece más inspirada por el afán de no quedar aislados políticamente y con la intención de explotar las contradicciones internas de, en especial, los socialistas y Podemos. Por supuesto, en esta discusión el PP va a forcejear tanto como pueda por monopolizar la defensa de la unidad de España y poner coto a las autonomías (lean los documentos que produce la FAES si quieren horrorizarse). En Catalunya el asunto levanta escasa expectación y mucho menos entusiasmo. El realismo y la prudencia aconsejan sin embargo estar muy alerta si se abre el melón. Pues podría suceder que unos y otros acabasen poniéndose de acuerdo en seguir limitando las competencias de Catalunya y ahogándola financieramente, amén de negando el reconocimiento a su lengua, cultura e identidad. Como se sabe, todo es susceptible de empeorar.
Pese a la confusión en torno a qué se pretende, parece que la reforma tiene entre sus objetivos establecer la igualdad de sexos en la sucesión a la Corona, mencionar por su nombre a nacionalidades y regiones, cambiar el Senado para dotarle de algún sentido (hoy es absolutamente prescindible, es decir, inútil) e incluir a la Unión Europea en el texto.
Aun a sabiendas de todo lo anterior, sin duda la niebla constitucional que se nos viene encima va a ser utilizada, sin que cejen las incesantes amenazas, como gancho para intentar sembrar dudas en el soberanismo. Es decir, para intentar desmovilizar a sectores que, pese a inclinarse por la independencia, mantienen comprensibles dudas y recelos sobre el futuro de Catalunya a partir del 27-S. Ante tal panorama, no parece que la debilitación de las fuerzas independentistas sea una buena opción para los intereses catalanes, pues ello agudizaría el peligro de una reforma constitucional involucionista o que sirviera para poco más que para tranquilizar a don Felipe de Borbón y a doña Letizia sobre el sexo de su próximo retoño (si es que lo quieren tener).
Si el independentismo cosechara malos resultados (el 27-S sobre todo, pero hay que pensar también en las elecciones generales), cualquier posible negociación entre Catalunya y España, en el contexto de la reforma constitucional o fuera de él, tendría lugar a partir de una relación de fuerzas distinta, y en términos mucho más desfavorables para los catalanes y su futuro.