La llegada de Ada Colau a la alcaldía de Barcelona puso una vez más el asunto sobre la mesa. Lo han hecho también las candidaturas en torno a Podemos, como Catalunya sí que es Pot, pero no es algo nuevo. Hablo del sueldo de los políticos, de cuánto deben cobrar, tanto ellos como los altos cargos de las administraciones.
Lo primero que hay que decir es que el debate se me antoja vuelto del revés. El problema, al menos a mi entender, no es el sueldo de los políticos, sino la calidad de la política. Y si queremos buena política necesitamos buenos políticos. Ojo: no hablo aquí de proyectos u orientaciones ideológicas o partidistas concretas, sino de las personas. Pero sucede que muchas personas cualificadas, con ideas y con ganas de trabajar por el bien común no se apuntan a la política. Huyen de ella. Y es absolutamente comprensible que así sea.
Los políticos elegidos y los altos cargos, la mayoría de ellos, se entiende, soportan horarios infernales, que muchas veces incluyen fines de semana, tienen pocas vacaciones, pesa sobre sus hombros una gran responsabilidad y son sometidos a un duro escrutinio público (lo que significa poder ser acusado en cualquier momento de cualquier cosa…). Todo ello en un entorno extremadamente complejo.
Son demasiados inconvenientes, aunque se tenga vocación. No compensa. No compensa dejarse la piel –lo que incluye a veces la salud y la estabilidad familiar– por un sueldo comparativamente pequeño y, encima, soportar que te llamen de todo e incluso que a tus hijos les señalen en la escuela. Si queremos buenas políticas necesitamos que aquellos hombres y mujeres más capaces y con ganas den el salto y dediquen unos años de su vida a servir a los demás. Lo primero que hay que hacer es rescatar el prestigio de lo político. Eso es lo más importante, y supone un gran esfuerzo, en múltiples frentes: el funcionamiento interno de los partidos, su financiación, la justicia, los medios de comunicación, el sistema electoral, etcétera.
Hay que conseguir que progresivamente los ciudadanos dejen de mirar a los políticos como vagos y maleantes –o sospechosos de serlo–, para que dedicarse a la res publica devenga no solo algo respetado sino admirable. Este proceso no es nada sencillo, y no incluye reducir los sueldos, sino, si acaso, subirlos para acercarlos a los precios de mercado.
En este contexto, cuando una persona o una fuerza política hace bandera de bajar los sueldos, lo que está haciendo es asumir la idea según la cual los políticos son una plaga que no hay más remedio que soportar. Avalar ese discurso e institucionalizarlo desde la propia política es, amén de peligrosamente corrosivo, un despropósito de tales dimensiones que sólo el populismo y la demagogia pueden, tal vez, explicar.