El oleaje parece haberse amansado por el momento en Barcelona, mientras el Gobierno Puigdemont toma forma y se acomoda. En cambio, los vientos azotan duro en Madrid, movidos también por una aritmética parlamentaria embrujada. El independentismo, protagonista absoluto en Catalunya, es uno de los vectores más penetrantes y tozudos de los que agitan el rompecabezas de la política española.
Los favores del PSOE para que ERC y Democràcia i Llibertat dispongan de sendos grupos en el Senado ha enojado de nuevo a Susana Díaz y a una parte de los socialistas, que consideran el gesto de Pedro Sánchez “antipatriótico”. A su vez, Sánchez, que quiere y debe exprimir todas las posibilidades de relevar a Mariano Rajoy, ve cómo el compromiso de Podemos con el referéndum catalán obstaculiza su propósito, pues Rajoy y los socialistas que babean ante una posible gran coalición lo empuñan como un arma. ¡Hay que salvar España de independentistas e izquierdistas imprevisibles y con rastas!, gritan a coro.
Mientras, el Gobierno en funciones de Rajoy no da señales de rectificación, ni siquiera de reflexión, sobre la cuestión catalana. Al contrario, se atrinchera en el brusco ademán y la hostilidad indisimulada. La constante alusión a intervenir la Generalitat empleando el artículo 155 de la Constitución, el anuncio de que se escaneará la Conselleria de Exteriors y la fórmula de prometer el cargo de Carles Puigdemont por si hay algo que impugnar, la insistencia en que no se va a dejar pasar una, todo perfila un mismo estado mental: la desubicación estratégica causada por la irritación y la grave incapacidad de comprensión de lo que sucede. Como el crío que, enfadado porque no sabe cómo funciona el juguete, lo lanza rabiosamente contra el suelo.
El martes, en la toma de posesión de Puigdemont, la actitud de los representantes del Gobierno del PP fue diáfana. Jorge Fernández Díaz, María de los Llanos de Luna y el teniente general Álvarez Espejo evidenciaron una incomodidad de tebeo. El breve acto en el Saló Sant Jordi del Palau de la Generalitat se les eternizó. La hostilidad, suya y de los demás, casi se podía tocar. Cara de palo y ni un aplauso. Ni una sola vez, ni siquiera cuando solo se trataba de cortesía.
Pese a que el mal de todos los males, el gran culpable, Artur Mas, tiró la toalla, el PP y el resto de poderes visibles y menos visibles que actúan contra el soberanismo y el independentismo aparecen dislocados, como apresados en una pesadilla asfixiante. La inaudita negativa del rey Felipe VI a recibir a la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, oscila en esa misma longitud de onda. Igual que el decreto del cese del ‘president’ Mas firmado por el Monarca y redactado por el Gobierno, del que borraron la frase protocolaria en la que se agradecen los servicios prestados.