Han pasado ya prácticamente las vacaciones de Semana Santa. En contra de lo imaginable, durante unos pocos días el vibrante toma y daca entre los partidos españoles se ha ralentizado, como aletargado. Este martes se reanudará la batalla. Estamos cruzando el umbral que conduce sin escapatoria a la hora de la verdad.
Mariano Rajoy renunció a someterse a la investidura pese a ser el claro ganador de diciembre. A partir de ese día, el PP no cambiaría la apuesta, que no es otra que esperar a unas nuevas elecciones. La pelota quedó automáticamente en el tejado de Pedro Sánchez, que sí aceptó el reto. En realidad, a Rajoy le costaba, le cuesta horrores, imaginarse a sí mismo en una auténtica negociación, esto es, de tú a tú, sin esperar que el otro sencillamente se pliegue a tus condiciones.
Al presidente del PP se diría que le incomoda más y le da más pereza el engorroso proceso de regateo y pacto con sus adversarios que encararse de nuevo con ellos en las urnas. No es, creo, un cálculo estrictamente racional, sino que tiene mucho de emocional y subconsciente.
Si Sánchez hubiera sabido esto quizá hubiera actuado distinto. Pero el socialista –siempre bajo la amenazante sombra de Susana Díaz– priorizó a Albert Rivera y a Ciudadanos. Era, en realidad, un movimiento defensivo. Conseguir a Ciudadanos aislaba al PP, que quedaba a expensas de los socialistas, pues a partir de entonces los populares solo podrían gobernar si el PSOE lo permitía. La alianza del PSOE con Ciudadanos, a su vez, propició que Rajoy se reafirmara en su apuesta por repetir los comicios.
Pero para Sánchez, aislar al PP también tenía un precio: hacer más difícil aún un pacto hacia la izquierda, el único –aparte de la gran coalición con el PP– realmente posible. En este punto es donde se retoma este martes la batalla. No va a resultar fácil reconducir la situación en poco más de 30 días.
Mientras tanto, el estado de interinidad real y mental en que se ha instalado el Gobierno español empieza a pasar factura. España está atascada, con las ruedas tractoras metidas en un fango arcilloso y obstinado. Los españoles observan ya más irritados que sorprendidos.
El resto de Europa no acaba de entender lo sucedido. Y es natural. Mientras lo corriente es que se impongan las fuerzas del cambio o bien las de la continuidad, del ‘establishment’ y los partidos de siempre, en España ni el cambio ni la continuidad muestran fuerza suficiente para sacar el coche del barro. Además, la misma tensión entre cambiar las cosas o no hacerlo recorre el interior de los partidos, sometidos todos ellos a un enorme estrés, y amenaza con resquebrajarlos.
Puede, como confía el PP, que sea necesario volver a votar. Veremos entonces si las cartas quedan repartidas de otro modo, si se puede empezar a andar y, sobre todo, en qué dirección finalmente.