Hemos presenciado cómo el barrio de Gràcia de Barcelona era azotado por una banda de delincuentes armados, causando destrozos de todo tipo, además de herir o lesionar a no pocos mossos. El pretexto, el desalojo ordenado por la justicia de un local ocupado, antigua oficina bancaria. Las personas desalojadas no han denunciado a los salvajes, que es lo que uno debe hacer si considera su causa embrutecida por la violencia.
A su vez, la CUP no ha cesado de justificar y avivar el fuego de Gràcia. Los cuperos incluso plantaron al vicepresidente Oriol Junqueras, con el que debían discutir los presupuestos, porque su prioridad era hablar sobre el conflicto de Gràcia. Tampoco quisieron valorar los presupuestos con los periodistas, por el mismo motivo. Después anunciaron una enmienda a la totalidad a las cuentas de este año. Que los presupuestos sean necesarios para el conjunto de ciudadanos del país y, en concreto, para atender mejor a las personas que peor lo están pasando, les da exactamente igual.
EL PAPEL DE LOS PARTIDOS
Si todo ello resulta alarmante, por desgracia también lo es el papel de las fuerzas políticas que deberían plantarse tanto ante los violentos como ante el chantaje de la CUP. Y me refiero en especial a quienes gobiernan en Barcelona y en Catalunya. En Barcelona, resulta incomprensible que el anterior alcalde, Xavier Trias, decidiera pagar el alquiler del inmueble ocupado para evitarse problemas. La alcaldesa Ada Colau, pese a haber dejado de pagar, ha intentado ponerse de perfil y contemporizar. Carles Puigdemont y Junqueras tampoco han levantado la voz como debieran. Temen que la CUP rechace los presupuestos de la Generalitat.
La CUP no es una formación política al uso. Su prioridad –la de los que la controlan- no es la independencia de Catalunya ni las políticas sociales. Es hundir el sistema e implantar su utopía, que no pasa ni por la democracia representativa ni por la economía de mercado (que incluye el respeto a la propiedad privada).
POCOS ESCRÚPULOS
Y no es solo que su proyecto sea un desatino, sino los pocos escrúpulos con los que lo promueven. No les importa, como han dejado claro, incumplir el pacto de estabilidad que firmaron con Junts pel Sí, y que hizo rodar la cabeza de Artur Mas (contra el que exhibieron una animadversión enfermiza), mientras siguen exigiendo ejecutar ya el desafortunado acuerdo de ruptura del pasado 9 de noviembre. No les importa, tampoco, ofender gravemente a los judíos catalanes, como hizo el diputado Benet Salellas en el Parlament. Amigos y enemigos. Buenos y malos. Blanco y negro.
¿Es aceptable que, en un momento históricamente tan transcendental y delicado como el actual, Catalunya se encuentre condicionada de esta manera por la CUP? Es lo que se pregunta mucha gente sensata, esto es, la mayoría, que está estupefacta y se siente desamparada. ¿Podemos seguir así? ¿Hasta cuándo?