De la guerra sucia contra el independentismo solamente conocemos o disponemos de información sobre una parte muy reducida. La punta del enorme y sombrío iceberg. Hemos oído las incalificables conversaciones de Jorge Fernández Díaz con el exjefe de la Oficina Antifrau de Catalunya, Daniel de Alfonso, y está claro que el espionaje trabaja a destajo, que alguien contrató una red de ‘hackers’ para atacar la informática de la Generalitat el 9-N, que supuestamente se ofreció trato de favor a los Pujol si colaboraban contra el independentismo, etcétera. Todo ello se ha hecho público. Por no hablar, por ejemplo, de cómo se manejan la financiación y las inversiones en Catalunya -con el bochornoso caso del corredor mediterráneo- o el boicot sistemático a la Generalitat a través de los servicios diplomáticos y las embajadas. ¿Alguien se acuerda de cuando se repetía que en España se puede defender cualquier idea siempre que sea por medios pacíficos?
Cabría la tentación de adoptar una pose irónica, pues ciertamente las cloacas del Estado han producido algunos momentos hilarantes. Sin embargo, nada de lo que sucede es una broma. Es muy serio. Estamos ante hechos extremadamente graves. Y aquí es cuando arribamos al que, a mi entender, es el problema de fondo: el escándalo democrático ha alarmado a una porción notable de catalanes, pero a muy poca gente en España. En parte, porque los medios de comunicación han minimizado, cuando no ocultado, el asunto. Y, en conexión con lo anterior, porque los partidos españoles han decidido no concederle mucha importancia.
La anomalía tiene dos motivos. El primero, la catalanofobia, antiguo veneno con el que se sigue regando el suelo español. Es como si, al ser los catalanes culpables por definición, cualquier atentado contra sus derechos vea atenuada su gravedad. El prejuicio nubla el criterio y adormece el escrúpulo -¿cuántos intelectuales españoles izquierdistas, derechistas o liberales han alzado su voz?-, lo que permite a Mariano Rajoy defender a Fernández Díaz, o a la Fiscalía General del Estado no ver nada malo en las conversaciones del ministro.
Pero la insensibilidad, cuando no el ‘patriótico’ aplauso ante un atentado a la democracia -el Estado conspirando y actuando contra sus propios ciudadanos-, que en otros lugares desataría un terremoto, no se explica exclusivamente por el prejuicio anticatalán. Es fruto también de una cultura democrática enclenque, enfermiza, que ha gozado de pocos periodos históricos para robustecerse. Que no ha calado lo suficiente, tampoco en el espíritu de sus clases dirigentes. Un Estado donde se mancilla continuamente la independencia de poderes y donde no es seguro sostener ideas y proyectos impopulares es un lugar políticamente insalubre. Y que, por supuesto, ni invita al optimismo ni suscita adhesión.