Están en el barco pero nadie los irá a rescatar. Llegarán los cañonazos y si la nave se hunde, ellos van a hundirse también. Irremediablemente. Durante al menos seis años han estado pidiendo una negociación, o como mínimo que les facilitaran un pontón para poder abandonar el barco salvando la honra. Nada de eso. Van a empezar los pepinazos -lo confirmó el otro día en el Senado la almirante Soraya rozando el sofoco- y todos, del primero al último, vamos a naufragar.
Con el juicio de Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau empieza la segunda parte del conflicto. Simboliza el paso del Rubicón por parte del Gobierno del PP. Estamos ante un juicio político sobre el que la historia dictaminará severamente. Ha apuntado la influyente Internacional Liberal: “Cuando un gobierno pierde el contacto con la realidad, puede acabar perdiendo el control del territorio. Y es evidente que Artur Mas saldrá reforzado de esta farsa, de este teatro”. Hay que apuntar que el PP puede estar agradecido a la CUP. Si no fuera por los ‘cupaires’, se estaría juzgando a un presidente de la Generalitat en activo.
¿Cómo puede ser, se preguntarán algunos, que el PP cometa equivocaciones tan tremendas como este juicio? Un juicio -una revancha- que supuso violentar a los fiscales catalanes -que no apreciaban delito- y desencadenó la marcha de Torres-Dulce de la Fiscalía General del Estado? Yendo más allá: ¿cómo puede ser que el Estado se insista una y otra vez en tratar a los catalanes con grosería y falta de respeto, de forma tan insultante?
Estas preguntas tienen difícil respuesta. Pero abocan sin remedio a concluir que no interesa convencer, ni siquiera recomponer. Menos aún pactar. Les obsesiona doblegar.
Los que deberían estar más dolidos -seguramente lo están- ante esta grave constatación son todos aquellos que no han dejado de pedir, primero educadamente, luego a gritos, a veces suplicando, casi mendigando, un pacto entre Catalunya y España. Reclamando, en definitiva, que Rajoy, el mismo que corre a ofrecerse a Trump como su vocero, no siguiera despreciando el dialogo con Catalunya. Esa misma Catalunya que, paradójicamente, el presidente español no deja de repetir que es y será por siempre parte fundamental de España.
Muchos catalanes creían con toda la buena fe del mundo -desde empresarios hasta intelectuales, pasando por muchos ciudadanos de a pie- que las cosas podían arreglarse hablando, negociando y pactando. Que había remedio. Que las cosas no había que sacarlas de quicio, que no era necesario provocar el desbordamiento. Que podía existir alternativa al independentismo.
Una parte de los catalanes habían imaginado que Rajoy les brindaría una salida en forma de propuesta. Anhelaban algo que no ha llegado. No solamente eso: ahora saben que, tramitada la falsaria ‘operación diálogo’, se disponen a cañonear el barco catalán hasta hundirlo si hace falta. Y que no caben distinciones entre las biografías, las hojas de servicio y credos de los que se encuentran a bordo.