El escenario. Visto lo visto últimamente y en el pasado, tenemos dos posibilidades. O cambiar las reglas de juego para adaptarlas a la particular cultura política española o, si no, cambiar la cultura política española (algo mucho más difícil, pero absolutamente recomendable). Si en España cuesta horrores ponerse de acuerdo y gobernar en coalición, una alternativa es modificarlas reglas para que, quien gane las elecciones, reciba un plus, un bonus, y lo tenga más fácil para formar gobierno (esto es lo que, precisamente, se ha apresurado a proponer Pedro Sánchez).
Existen bastantes ejemplos de sistemas que disponen de mecanismos de ese tipo. La segunda alternativa, la que, creo, todos deberíamos preferir, es que la cultura política española vaya poco a poco madurando, dando un giro, y, por ejemplo, deje de entender la negociación como una lucha de la que uno sale vencedor o vencido. Una cultura política en la cual dialogar con el que piensa distinto, con el que defiende lo contrario de lo que tu defiendes, no sea visto como una imperdonable traición. Menos de blanco o negro, menos, en definitiva, guerra civilista.
Los actores. Los cuatro principales dirigentes políticos españoles (Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera y Pablo Iglesias) son víctimas de un agudo narcisismo, de un egoísmo de niños consentidos absolutamente desalentador. Pocas veces habrán coincidido en España, si es que ha ocurrido alguna vez, cuatro líderes políticos tan parecidos. Pese a que no dejan de proclamar su amor a España y la mayoría son nacionalistas de manual, a la hora de la verdad, su tozudez se impone invariablemente, incluso menoscabando gravemente el interés de esa patria a la que dicen querer.
Catalunya. El vicio de pretender sacar siempre algún provecho de la cuestión catalana o independentista les hermana también. Así, cuando no sirve como coartada, Catalunya es empleada a modo de carnaza con la que enardecer a las masas o como alfombra gigante bajo la que esconder todo tipo de desaguisados, abyecciones y mugre.