El Govern de la Generalitat colapsó el lunes en el Parlament. La jornada se desbocó por la disputa en torno a cómo contestar a la exigencia de la Junta Electoral para que la Cámara rindiera el acta del ‘president’ Quim Torra. El choque entre JxCat yERC –que avaló que Torra dejara de ser diputado– fue estruendoso, tremebundo. Supuso la estocada definitiva a un gabinete herido, muy maltrecho, renqueante.
Su mal estado era, es, el resultado de las heridas e infecciones acumuladas desde su nacimiento. Unas, responsabilidad propia, del Govern, de los grupos y de los dirigentes que los lideran. Otras, provocadas por el constante hostigamiento de elementos externos: del Estado, muy singularmente de sus aparatos judiciales, y de la inclemente climatología, con un ciego vendaval que continúa azotando desde muy a la derecha.
Quim Torra ha anunciado este miércoles –tras el paréntesis motivado por la presencia en el Parlament de los líderes independentistas encarcelados– que no vale la pena intentar reanimar al moribundo. Asumió que la vida del Govern no es digna de ser vivida, que no hay esperanza. El ‘doctor’ Torra decretó que eran inútiles más esfuerzos. Es su potestad convocar elecciones, y eso hará.
Antes de enterrar al Gobierno que preside, matizó, lo conectarán durante un tiempo a una máquina que lo ayude a respirar para que así los Presupuestos de la Generalitat puedan convertirse en realidad. Una vez confirmados en el Parlament, rendido el último servicio, Torra llamará a las urnas y el Ejecutivo que preside quedará desconectado de la máquina, listo para adentrarse en las lóbregas brumas de la historia.
Sobre el papel el plan parece sencillo: aprobar los deseados Presupuestos y luego elecciones. Sin embargo, aunque corto, el recorrido no va a ser para nada tan plácido como a primera vista pudiera parecer. Porque el Govern de la Generalitat seguirá existiendo, estará exactamente donde se encuentra. Sería por consiguiente deseable que, una vez roto el matrimonio, Junts per Catalunya y Esquerra Republicana administraran la situación con sensatez y una cierta elegancia. Que intentaran evitar –en la medida que dependa de ellos– nuevas magulladuras en el último trecho. Pero la experiencia nos enseña que va a resultar extremadamente arduo y, por tanto, improbable.
¿JxCat y ERC dejarán de enzarzarse agriamente a partir de ahora? Puede, pero es de temer que no sea así. Una vez empezada oficialmente la carrera hacia las urnas, la pelea por la hegemonía electoral y política puede enconarse. Unos y otros emplearán todos los recursos a su alcance, tal vez incluso los más mezquinos. La tentación de quemar las naves para ganar la batalla final va a ser enorme, muy difícil de resistir.
Si eso ocurre, se desgastarán más todavía ambas opciones a ojos de unos ciudadanos entre los que cunde la decepción. Todo, en definitiva, es susceptible de empeorar. Quizá, por ejemplo, mientras güelfos y gibelinos –las facciones del Sacro Imperio Romano Germánico– siguen arañándose y tirándose de los pelos, parte de sus votantes decidan, hastiados, quedarse en casa o dar a otros el maldito sufragio.