Ferran vive no muy lejos de sus padres, aunque en otra ciudad. Ya antes del confinamiento, les llamaba a diario para advertirles que no se les ocurriera salir a la calle. Primero hablaba con el padre y a continuación con la madre. Nunca resultaba fácil. Ambos superan los ochenta y les cuesta horrores comprender la gravedad de la situación. El chorro de información que proporcionan los medios de comunicación parece no tener efecto alguno en ellos. O, posiblemente, les desconcierta más aún.
Pese a las catilinarias de su hijo y a la vigilancia de su hija, Laura, que vive con ellos pero que entonces aún tenía que acudir a la oficina, los dos frágiles ancianos se resistían a quedarse en casa. La madre, tozuda, quería ir a tomar café con las amigas. Encima, un hermano del padre, también octogenario, seguía visitándolos. Ferran se enfadaba. ¿Pero cómo le digo a mi hermano que no entre en casa?, replicaba el padre. ¿Os besa el tío Jaume? Sí, claro, siempre nos da dos besos. El hijo, perdiendo los nervios, pensaba: ¡Si no hacéis caso de una vez, al final tendremos que ir a vuestro entierro!
Mientras tanto, se habían cerrado las escuelas. Ferran estaba indignado. Si no hay clase, los niños estarán con los abuelos. A los pequeños no les va a pasar nada, pero contagiarán a los ancianos, que son -junto con los que sufren determinadas enfermedades- los más amenazados. ¡Lo primero es aislar a los abuelos!, clamaba.
Puso la radio justo cuando entrevistaban a una pedagoga que daba consejos sobre cómo hay que explicar el problema del coronavirus a los niños: no hay que mentirles, hay que ser naturales, los niños son capaces de entenderlo todo…
Ferran imaginaba qué estaría sucediendo si el covid-19 se ensañara no con los mayores sino con los más pequeños, y se preguntaba por qué la preocupación por los primeros parecía ser tan menor, pese a ser las víctimas propiciatorias. ¿Cuándo los viejos habían dejado de ser importantes?
La devaluación de la vejez fue una consecuencia no buscada de la revolución cultural de los sesenta. A partir de entonces, los jóvenes se convirtieron en los protagonistas en las sociedades occidentales. Además, el capitalismo descubrió su potencial de consumo, algo que vino a reforzar la mutación. Luego sucedió algo parecido con los niños. Hasta entonces los padres lo decidían todo, y los pequeños simplemente seguían, obedecían. Ni se les pasaba por la cabeza quejarse. Hoy la actividad familiar gira en torno a los deseos y caprichos de los hijos hasta extremos ridículos. Y los padres han perdido la autoridad de antaño.
Mientras en otras culturas los viejos continúan siendo muy respetados, en nuestras sociedades líquidas, pese a ser tantos, han ido quedando arrinconados, convirtiéndose casi en invisibles. Hasta tal punto es así que, cuando alguien muere, enseguida preguntamos su edad. Si es un anciano, nos sentimos mezquinamente aliviados, como si la muerte fuera menos muerte, como si la vida perdida contara menos. Como si nuestro futuro, y eso en el mejor de los casos, no fuera la vejez.