El domingo va a resultar un día gris, triste, incluso melancólico. Y no me refiero a la climatología, aunque es probable que el cielo no se vista de luminoso azul. Son muchos los que no van a ir a votar, por la misma razón que han sido multitud los que han solicitado no haber de atender en las mesas electorales. Por el miedo al coronavirus, al covid-19, ese fantasma que ha trastocado nuestras vidas, ese lastre que cada uno acarrea como puede.
Pero no es solo la enfermedad y su ristra de consecuencias. La política, los partidos y los políticos, también han contribuido a que el domingo sea un día sin pena ni gloria. Los partidos acusan un fuerte desgaste, una resaca que hace más de tres años que dura. Sirve esto para los que estuvieron en una trinchera o bien en la de enfrente.
El nivel general de los candidatos dista ostentosamente del que había sido en el pasado. Salvador Illa se beneficia de haber salido mucho por televisión y de la falsa idea -era secretario de organización del PSC, avaló el 155, acudió a la manifestación unionista del 8 de octubre- de que nada tuvo que ver con lo sucedido en 2017. Que su gestión de la pandemia desde el ministerio de Sanidad sea, número en mano, de las peores de Europa y del mundo, parece no pasarle factura.
De los tres partidos con posibilidades reales de ganar, los votantes de dos de ellos, JxCat i ERC, vivieron el llamado ‘procés’ como una etapa resplandeciente, histórica, preñada de esperanza e ilusión: las inmensas manifestaciones, el 9-N, la épica del 1-O, también la declaración frustrada del 27 de septiembre… El PSC, en cambio, apela a aquellos que lo vivieron con inquietud, que sintieron violentados sus sentimientos identitarios, que hasta temieron un futuro catastrófico. Aspira a concitar el voto de los contrarios al referéndum y a la independencia, relevando a Ciudadanos, que se hunde sin remedio.
La diferencia entre JxCat y ERC es, sobre todo, retórica, narrativa. Los primeros, los de Puigdemont, pretenden ganar estirando un poco más el chicle emocional. Saben, no obstante, han ya casi interiorizado, que la independencia, si acaso, va para largo. Los republicanos, que también lo saben, decidieron ya a finales del 2017 asumir el fracaso, hacer un ‘reset’ y admitir que el recorrido es largo. Eso sí, con una primerísima estación bien clara: alcanzar la hegemonía independentista y también en la política catalana. Ni unos ni otros van a renunciar a la independencia, pero son perfectamente conscientes que nada va a ser como antes. Y que gobernar bien y para todos es ahora lo que de verdad importa.
Por su parte, Illa receta amnesia. Viajar al pasado. A hace diez años. ¿Al tripartito? ¿A la infame sentencia del Estatut?¿A la presidencia de Mas? Da igual. Rebobinar para hacer como si el ‘procés’ no hubiera existido. Nos invitan los socialistas un estéril e insano ejercicio de escapismo. Que hagamos como los niños, que cerremos los ojos o nos cubramos la cabeza con la sábana. Pero la verdad el independentismo no va a desaparecer. Como el célebre dinosaurio de Monterroso, va a seguir estando ahí.
Lo sucedido en los últimos años cuenta, y mucho. La cuestión nacional continua condicionándolo prácticamente todo, y no únicamente porque los presos sigan presos y los que están en el extranjero sigan en el extranjero. Los que auguraban que lo que decidiría las elecciones era el atractivo de las distintas propuestas económico-sociales se equivocaron. Mientras tanto, Sánchez, como Rajoy, sigue sin tener una propuesta que ofrecer a Catalunya.
Decía al principio que el domingo va a ser un día gris, triste, incluso melancólico. Temo que las fechas que vendrán a continuación tampoco serán felices. La división en dos bloques, los vetos cruzados y la fragmentación del voto -Vox va a irrumpir en el Parlament y, me temo, con más ímpetu del previsto- van a hacer muy complicado, una tarea penosa, investir a un presidente y formar gobierno. La situación amenaza con convertirse en un rompecabezas infernal. Puede que, aunque no nos lo merezcamos, el domingo sea únicamente el soportal de un nuevo espectáculo lamentable, de ningún modo edificante. Y que al final las elecciones tengan que repetirse. Sería un áspero revés, uno más.