No porque una derrota tarde mucho en llegar es menos derrota. En Afganistán estamos comprobando cómo la derrota diferida se convierte en una mucho mayor. Cuando EEUU decidió atacar Afganistán lo hizo como respuesta al brutal ataque del 11-S, por razones estratégicas y finalmente para, siguiendo la doctrina ‘neocon’ entonces en boga, convertirlo en un país mejor, tan democrático como fuera posible.
La retirada de las tropas occidentales ha dado paso a la reconquista talibán, una reconquista que se completó, para pasmo del mundo entero, en escasos días. Fue un estricto paseo triunfal. Tan poco y tan frágil era lo que los aliados habían sido capaces de construir en 20 largos años.
Lo más grave, sin embargo, no es la derrota ante los socios de quienes destruyeron las Torres Gemelas y mataron a miles de personas. O la nada honorable rendición. Lo peor, lo que al menos a mí se me hace indigerible, es la forma cómo los estados occidentales implicados en el conflicto han engañado al pueblo afgano, singularmente a aquellos que más esperanza depositaron en las promesas de un país mejor para ellos y sus hijos.
Decía que lo que está ocurriendo me resulta indigerible. Es porque me veo dolorosamente impotente ante la tragedia y porque aun sin quererlo, como europeo, como occidental, me siento de algún modo responsable del monumental desastre. Escribe Hannah Arendt en ‘Responsabilidad personal y colectiva’ (Página Indómita, 2020): “Para que podamos hablar de responsabilidad colectiva deben darse dos condiciones: primera, debo ser considerada responsable por algo que no he hecho y, segunda, la razón de mi responsabilidad ha de radicar en mi pertenencia a un colectivo (un grupo) que ningún acto voluntario mío puede disolver [...]”. Aclara Harendt que se trata en este caso de una responsabilidad política y no de una culpabilidad moral o penal, la cual, considera, siempre es personal.
Al escribir estas líneas, norteamericanos y europeos están enfrascados en cómo salvar a su gente y a sus colaboradores afganos, así como en obtener promesas falsas pero tranquilizadoras de los talibanes. Al mismo tiempo, las principales cancillerías empiezan a maquinar cómo evitar que llegue a sus fronteras la avalancha de afganos –los mismos a los que prometimos una vida mejor– que intentan huir del infierno como sea.
Reza el tópico que en las relaciones internacionales no existen amigos, sino que únicamente cuentan los intereses. No habría lugar, pues, según el adagio, ni para responsabilidades ni para culpas. Todavía para los grandes ideales o patrones éticos, o para consideraciones tales como el derecho de las mujeres a ser tratadas como personas con plenitud de derechos y no como meras posesiones, que es como las ven los talibanes en su medieval locura.
Pero es que aun siendo un cínico sin remedio resulta imposible no juzgar lo que sucede en Afganistán como una tremenda calamidad. ¿Qué credibilidad –tras Bosnia, tras Afganistán, tras tantas guerras fallidas– les queda a los mandatarios occidentales? ¿Qué puede pensar el resto del mundo de unos países sistemáticamente incapaces de hacer aquello que dicen y cumplir lo que prometen? ¿Quién va a preferir la debilidad y desfachatez occidentales a la fortaleza y rotundidad de actores totalitarios como China y Rusia? ¿Cómo lograr, en estas condiciones, la extensión de la libertad y la justicia en el planeta? Más: ¿Cómo van a restaurar nuestras democracias su corroída autoridad moral a ojos de sus propios ciudadanos?