El escándalo del Parlament, con unas cuantas decenas de funcionarios cobrando sin trabajar, resulta absolutamente corrosivo y contribuye a acrecentar un poco más la enorme desconfianza, el desprecio incluso, que los ciudadanos sienten por los políticos y la política. El caso es absolutamente corrosivo porque es muy sencillo de entender y puede explicarse con muy pocas palabras. Es imposible emborronar la comprensión de lo sucedido a base de abstracciones, ponderaciones y matices, como se hace habitualmente. Los hechos son claros y directos. Por si fuera poco, otra de sus características es que la iniquidad puede medirse en abultados salarios, lo que la convierte en sangrante y dolorosa, pues el ciudadano sabe perfectamente lo mucho que le cuesta ganarse la vida.
La Mesa del Parlament recula y apuesta por poner fin a la licencia por edad
Lo ocurrido pudo ocurrir porque muchos callaron. Desde 2008 hasta ahora. Callaron hasta que un periódico -gracias, compañeros del diario ‘Ara’- preguntó. Pasaron y pasaron los meses, pero finalmente tuvieron que soltar la información que se reclamaba. Todos los presidentes de la Cámara lo sabían y sabían que lo que pasaba es una fechoría. La prueba está en que nadie, ni uno solo de los presidentes implicados -Ernest Benach, Núria de Gispert, Carme Forcadell, Roger Torrent y Laura Borràs- ha sido capaz de defender las llamadas eufemísticamente ‘licencias de edad’ (que todos ellos sin excepción concedieron). Una vez destapada la maquinación, se han limitado a balbucear excusas y escurrir el bulto, y, en el caso de Borràs, además, a prometer enmienda.
Intento hacerme una idea de cómo es posible que las cosas llegaran tan lejos. Probablemente la idea inicial era aplicar la martingala de forma quirúrgica y limitada. Pero una vez abierta la puerta, esta ya no pudo cerrarse. Y la bola de nieve con los años devino gigantesca, indigerible. Contribuyó a ello seguramente el poder que acumulan los funcionarios en las administraciones públicas, poder que amedrenta a los políticos, que no quieren problemas y, no lo olvidemos, siempre están de paso. Añado un tercer elemento, el peor a mi modo de ver: el desprecio por el dinero público. La creencia -consciente o no- de que los fondos públicos no son de nadie, que es un dinero que vale menos, casi billetes del ‘Monopoly’. La decencia, por contra, se halla justamente en la idea contraria: el dinero público es más dinero, tiene más valor, precisamente porque es de todos y cada uno de los ciudadanos. Por descontado, si los gastos de la Cámara catalana los hubiera estado examinando un órgano externo e independiente, no nos hubiéramos enterado tantos años y tantos millones de euros después.