Los choques más violentos, más excesivos, más sangrantes, suelen producirse entre los más cercanos, bien porque son familia, bien porque han crecido juntos. Así es como el jueves, cuando se hizo público que la cúpula del PP había intentado investigar a su estrella más radiante, Isabel Díaz Ayuso, esta alzó violentamente el hacha de guerra contra su jefe, examigo y excompañero de Nuevas Generaciones, Pablo Casado. De su ataque todo fue memorable, no solo por lo que dijo, sino también por cómo lo dijo. Pese a frecuentar el disparate, Díaz Ayuso posee una imbatible ventaja sobre propios y extraños: parece auténtica. Por eso convence: porque no actúa o, tal vez, como los grandes monstruos de la pantalla, porque actúa sin que se note en absoluto. Es esa ‘autenticidad’ lo que la convierte en una potente máquina de ganar elecciones. Nadie mejor que ella en tiempos de populismos y videopolítica.
Si Díaz Ayuso se indignaba dramáticamente, Pablo Casado y Teodoro García Egea vertían ácidas sospechas de corrupción sobre la presidenta de la Comunidad de Madrid, e incluso la amenazaban con echarla del partido. La explosión en el reactor nuclear central del PP generó una rápida onda expansiva que recorrió, de Madrid hacia fuera, toda España. Los ‘apparatchik’, los barones y la militancia popular quedaron en estado de ‘shock’.
En el momento de escribir estas líneas, Casado y Díaz Ayuso parecen haber firmado una tregua o armisticio (“suspensión de hostilidades pactada entre pueblos o ejércitos beligerantes”, según la RAE). Nada nos han contado todavía sobre los acuerdos a que puedan haber llegado. Aparentemente, Casado ha decidido dar marcha atrás y evitar una guerra que destrozaría al PP. Es como si la primera temporada de la serie se hubiera terminado el viernes, y la segunda no vaya a estrenarse hasta hoy lunes, cuando, tras la concentración ayer en Madrid de unos 3.000 simpatizantes de Díaz Ayuso, está previsto que se reúna la dirección popular.
Aunque a modo provisional, lo sucedido nos deja algunas enseñanzas y nos recuerda otras. En primer lugar, que para Díaz Ayuso la frontera entre lo que se puede o no puede hacer en política es difusa y maleable. Lo hemos observado en el asunto de su hermano, pero también en otros turbios episodios anteriores. Criada en el PP, probablemente se limita a hacer lo que toda la vida ha visto que otros hacían. Nótese, por otra parte, que el principal interés de Casado por las andanzas de Tomás Díaz Ayuso era instrumental, es decir: ver si las podía utilizar para segar la hierba bajo los pies de su ambiciosa compañera de partido. Resulta fascinante observar el rigor del PP en algunas cuestiones morales, a la par que en otras su impudicia parece, pese a las sentencias judiciales y al desprestigio acumulado, incurable.
En lo que ha sido para él un febrero negro -y con visos de seguir siéndolo-, el liderazgo de Casado se ha visto cercenado y su autoridad gravemente disminuida, pues el presidente popular lleva unos días sin dar pie con bola.
Primero, Pedro Sánchez le ganó (cierto que de milagro) la partida de la reforma laboral, aprobada el 3 de febrero en el Congreso (tras la traición de dos diputados navarros, va el popular Alberto Casero y se hace un lío con las teclas). Luego vino el error de la ‘operación Castilla y León’: Casado mandó anticipar las elecciones regionales para que le sirvan de trampolín hacia una victoria en las generales del año que viene. Las urnas se abren el domingo 13 de febrero, pero el PP queda en manos de Vox, que ha decidido que quiere gobernar y exige un Ejecutivo de coalición. Finalmente, se equivoca también al autorizar la guerra sucia contra Díaz Ayuso, que da lugar a la sensacional ruptura con la presidenta madrileña, transmitida en vivo y en directo para toda España. (Mientras tanto, de fondo se oyen los ecos del bárbaro regocijo de Santiago Abascal y sus camaradas).
Si se rompe la tregua y estalla la guerra civil en el PP, ¿quién se impondrá? Es la pregunta del millón, la que todos se hacen. Imposible saberlo. Pero Díaz Ayuso ha demostrado ser capaz de entusiasmar a su público y ganar casi con mayoría absoluta (como hizo el 4 de mayo), algo extraordinario, sobre todo en tiempos de fragmentación. Pablo Casado, no. Y conviene no olvidar que en política, como en el futbol, ganar lo es todo.