En casos objetivamente tan graves para los derechos fundamentales y la democracia como el llamado ‘Catalangate’ no debería ser de aplicación aquel viejo dicho que nos advierte que todo depende del cristal con que se mira. Hay cosas en que nadie, al menos en un país de los que se proclaman avanzados, debiera discutir o refugiarse en matices o excusas. Desgraciadamente, en España es así.
Ha sido documentada, por parte de TheCitizenLab, de la Universidad de Toronto, una operación de espionaje masivo, a través de sus teléfonos móviles, de ciudadanos vinculados al independentismo. Entre ellos, los últimos cuatro presidentes de la Generalitat, diputados en Barcelona, Madrid y Estrasburgo, otros cargos institucionales y de partido, y líderes civiles. También hay familiares, abogados y otros colaboradores. Sabemos que han sido más de sesenta las víctimas. Eso como mínimo. Seguramente no lleguemos a saber nunca el auténtico alcance de la operación.
En efecto, como soltó Pere Aragonès, no hay que ser Sherlock Holmes para sospechar vivamente del CNI, es decir, del espionaje español. Los principales dirigentes independentistas eran -desde hace años- perfectamente conscientes de que resultaba más que temerario hablar de según qué cosas por el móvil. La confirmación llegó hace casi dos años, cuando se descubrió que Roger Torrent y Ernest Maragall habían sido espiados.
Pese a ello, el escándalo ha explotado de verdad al saberse que se trata de una operación masiva y que ha alcanzado a relevantes personalidades. El independentismo, y también Podemos y los comunes, han exigido explicaciones y dimisiones. Tras una primera reacción desdeñosa por parte del gobierno de Sánchez, la cuestión se ha envenenado y ERC amenaza con retirar su apoyo al PSOE. En Junts per Catalunya, el asunto -que, repetimos, es muy grave- ha propiciado que dirigentes como Laura Borràs o Míriam Nogueras dieran rienda suelta a sus dotes melodramáticas. Por si fuera poco, el asunto presenta una derivada internacional -los independentistas recurrirán al Europarlamento y la ONU, además de querellarse en cinco estados europeos- que promete causar enojosos dolores de cabeza al gobierno español.
Por su parte, el PP contempla la escena con distanciamiento y sin rastro de cabreo. En realidad, el ‘Catalangate’ le viene en estos momentos que ni pintado, porque crea problemas al PSOE con sus socios tanto en el Gobierno -Podemos- como parlamentarios, problemas qué no sabemos en qué pueden acabar. Eso favorece, al mismo tiempo, el acercamiento de Sánchez al PP del recién encumbrado Núñez Feijóo, que pretende centrarse y despegarse de Vox.
Si el PP no se ha escandalizado es también porque, igual que a Vox y a la correosa prensa de derechas de Madrid, le parece muy bien que el espionaje español no se pare en barras a la hora de actuar contra los indeseables independentistas catalanes. Algunos aplauden abiertamente. Absolutamente distinto sería, por descontado, si algún popular, incluso uno solo, estuviera en la lista de los espiados. O, si, igual que sucedió en los ochenta, el espiado fuera el rey.