Juan Carlos I es un abuelo que se mueve con dificultad -siempre al borde del batacazo- y que padece una sordera notable. Sin embargo, no es un idiota. Todo lo contrario. Es un tipo, si no inteligente en el sentido estricto del término, sí listo e intuitivo. Con mucha nariz, como bromeó él mismo en cierta ocasión. Pese a todo, a día de hoy sigue siendo, como reza el tópico, un tipo ‘campechano’ y desinhibido, como demuestran tanto sus incontables aventuras sexuales como sus turbios ‘negocios’.
Teniendo lo anterior en cuenta, se entiende mejor lo sucedido en su primera visita a España tras exiliarse a Abu Dabi. El emérito ha destinado su tiempo a lo que le gusta: amigachos, barcos, buenas comidas, cámaras de televisión y agasajo popular, con vivas al rey y banderitas incluidas. Si muchos abuelos se caracterizan por hacer lo que les da la gana, imagínense en este caso, en el que ni la mesura ni la responsabilidad gozaron nunca de un gran ascendente. Estoy convencido de que el rey emérito ha disfrutado como no lo hacía desde hace mucho. Que se lo ha pasado en grande durante el fin de semana que se ha montado y le han montado en Sanxenxo, después de que la Justicia española le haya dejado en paz, gracias a una provechosa combinación de inviolabilidad, prescripción de delitos y regularizaciones fiscales.
Mientras tanto, en el flanco político, el Gobierno central asistía atónito a los acontecimientos. Unidas Podemos, también los independentistas, consideraba insultante el exhibicionismo real, y lamentaba que el emérito haya eludido a la Justicia española. La parte socialista del Ejecutivo deploraba que Juan Carlos hubiera perdido la oportunidad de “dar explicaciones y pedir perdón” por los actos “nada ejemplares” cometidos. (“¿Explicaciones de qué?”, inquirió el emérito).
La derecha cerró filas. No tenía más remedio, toda vez que la estrategia del PP, Vox y Ciudadanos es apropiarse de la monarquía, que identifican con lo que para ellos es más sagrado que ninguna otra cosa en el mundo: la unidad de España, tal como ellos la entienden. Así, hemos visto cómo el alcalde de Sanxenxo y el nuevo presidente de la Xunta rendían pleitesía al viejo rey. O a la ultraderecha vitorearle hasta extremos inauditos, como ha hecho, por ejemplo, la Fundación Villacisneros, que en un comunicado lamentaba -en lo que puede entenderse como una censura a Felipe VI- su exilio: “El rey Juan Carlos nunca debió abandonar España, solo las presiones de quienes no han querido defenderle ni reconocer su labor provocaron su marcha”. “Quienes la cuestionan solo buscan romper la unidad de España que la Corona representa”.
Para la Zarzuela, y en particularmente para Felipe VI, el regreso de su padre ha resultado demoledor. El show ofrecido (que algunos han juzgado berlanguiano) no proyecta en absoluto la imagen de una monarquía del siglo XXI, sino exactamente la contraria. Otra conclusión clara tiene que ver con la autoridad del actual rey. Simplemente, Juan Carlos I continúa haciendo lo que le viene en gana. Da igual que ya no sea jefe del Estado, da igual lo que su hijo el rey desee, da igual lo que convenga o deje de convenir a la monarquía.
Juan Carlos I ha dejado al descubierto algunas de las principales carencias de Felipe VI. Como que, salvo al principio de su reinado, ha hecho bien poco por hacer más transparente y más moderna la monarquía. Esa era, de facto, su misión fundamental tras la abdicación de su padre, en junio de 2014. Se ha demostrado asimismo que el emérito conserva un atractivo público innegable. Conserva una capacidad impresionante para atraer la atención y, en muchos casos, suscitar auténticos cariño y simpatía entre los ciudadanos. Felipe II, con Letizia o sin Letizia, no cuenta con ese carisma y capacidad de seducción.
Seguramente, sin embargo, lo peor no es nada de eso. Sino que Felipe VI haya consentido y haya colaborado en la operación de secuestro de su figura y de la monarquía por parte de la derecha y la extrema derecha. Es como si, ante el cuestionamiento de la institución -y aunque el PSOE siempre le ha apoyado-, Felipe VI haya buscado el amparo y el afecto de los elementos más conservadores y más reaccionarios de la sociedad española. Una terrible equivocación que, por cierto, su padre siempre supo evitar.