Baten nuestras sociedades democráticas tenaces vientos de división, y surgen aquí y allí líderes populistas, muchos de extrema derecha, pero también de extrema izquierda. El ambiente se endurece y las gentes se dividen. El diálogo, el debate democrático entre opuestos, deviene entonces no solamente estéril sino también imposible, pues los unos se niegan a escuchar a los otros. Es una batalla en que todo vale: ofender, insultar y mentir a sabiendas. Se desdibujan los límites, y lo que cuenta es apiñar a los tuyos, encorajinarlos, entonar juntos ásperos cantos belicosos.
La guerra es, decía el viejo Clausewitz, la continuación de la política por otros medios. Hoy en nuestras sociedades la política se ha acercado mucho a la guerra. La distancia entre una y otra ha menguado peligrosamente, hasta tal punto que las instituciones, sometidas a unas tensiones, a unas fuerzas enfrentadas, hasta ahora inéditas, amenazan con quebrarse.
En España, como en tantas partes, rige la política de facción. La peligrosa conversión del adversario en enemigo a la que asistimos tiene un trasfondo que no puede obviarse, si se aspira a entender, aunque sea un poco, lo que está ocurriendo. Tal trasfondo no es otro que el de la Guerra Civil y el franquismo, que siguen empapando hoy, transcurrido tanto tiempo, la cultura política del país. Durante años el sistema ideado en la Transición -en muchos sentidos injusto-, funcionó más o menos bien. Al fin y al cabo, franquistas y antifranquistas se habían tenido que sentar unos frente a otros, mirarse a los ojos y consensuar trabajosamente las nuevas reglas de juego.
Hoy, el PSOE y el PP no se hablan. Se aborrecen y desprecian. La situación en que se encuentra España tiene muchas causas. Sin embargo, si tuviera que señalar el hito en que se inició la espiral que nos ha arrastrado hasta donde estamos, señalaría a la moción de censura de 2018 contra Mariano Rajoy, la cual aupó a Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno. El PP negó pérfidamente la legitimidad a Sánchez. Tanto entonces como después de vencer en las elecciones posteriores. La corriente adquirió una fuerza centrífuga -es decir, que se aleja del centro- hasta entonces desconocida. Los tambores de guerra empezaron a tronar más y más violentamente. El movimiento hacia fuera, hacia los extremos, ha dado alas a dos fuerzas políticas nuevas, Podemos y Vox. Ambas, fíjense, más radicales, a izquierda y derecha, que los dos grandes actores del sistema político español. Podemos y Vox son producto (como Ciudadanos) y también motores de la discordia.
Existe otro elemento que no se puede soslayar. Es el conflicto político entre Catalunya y España, que alcanza su momento crítico en 2017, pero cuyas consecuencias se prolongan hasta nuestros días. Al subcontratar Rajoy la defensa de la unidad de España a la justicia, los jueces, aparte de violentar a veces las normas, acrecentaron al mismo tiempo su sensación de poder hasta la hipérbole. Es así como, después de aquel octubre de 2017 y del juicio a los líderes del ‘procés’, la cúpula judicial se atreve a enfrentarse abiertamente al Gobierno conjurándose con el Partido Popular. Una formación política esta, genealógicamente descendiente del franquismo y que, pese a cambiar de líder -de Pablo Casado a Núñez Feijóo-, ha sido incapaz de torcer la inercia y recuperar espacios políticos próximos al centro.
Amén de políticos y jueces, el tercer vértice del triángulo que cercena la política española son algunos grandes medios de comunicación, por suerte no todos, que intentan imponer sus deseos. Gritan, vociferan, llaman cada día a despedazar al Gobierno socialcomunista, amigo y cómplice “de los amigos de ETA y de los que quieren romper España”.
Lo peor de la política frentista, de la suma polarización, es que convierte una sociedad en un campo de trincheras. Entre uno y otro bando se extiende un gran cráter, un cráter profundo y rebosante de densos rencores. El cráter ocupa un espacio antes compartido, donde se hallaban los hechos indiscutidos y las normas inviolables. Hechos y normas imprescindibles constituyen la condición de posibilidad para el debate democrático y constructivo. El año que llega estará cargado de elecciones. El cráter puede agrandarse aún más.