Hemos asistido en las últimas jornadas, y asistimos todavía, a una atronante colisión entre la alta magistratura de derechas, atrincherada en el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial, y el gobierno y las fuerzas políticas que le apoyan. La bronca se desarrolla ante las narices de los sorprendidos y casi incrédulos ciudadanos, pues es retransmitida en directo y con todo detalle. La situación se ha enconado hasta perderse cualquier pudor y disimulo, y parece que a unos y a otros -magistrados y políticos- les ha dejado de importar que sus bajezas las bañe la luz del día y queden pornográficamente expuestas, seguramente como nunca antes había sucedido en España.
El espectáculo que ofrecen jueces y Partido Popular, por una parte, y socialistas y podemitas, por otro, resulta aborrecible y carcome con voracidad de plaga egipcia el prestigio del edificio judicial español, esto es, la respetabilidad de los jueces, pero también del sistema en su conjunto. Y, si la justicia, como poder democrático que es, dilapida su autoridad, sus actuaciones pierden sentido y por consiguiente dejan de ser útiles a la sociedad. El prestigio de los políticos hace mucho, por su parte, que anda por los suelos, cierto. A ellos, al revés que a la justicia, nadie les pide neutralidad, cierto también. Pero sí que se les puede exigir un mínimo decoro y que guarden las formas. No es mucho, pero estos días ni siquiera con eso han sido capaces de cumplir.
Los jueces comenzaron a engallarse cuando se atrevieron a reescribir el Estatuto catalán, pese a haberlo aprobado las Cortes, el Parlament y la ciudadanía en referéndum, creando una situación democráticamente absurda. Luego Rajoy decidió subcontratarlos e inyectarles hormonas para que pudieran someter al independentismo. Que se atrevan ahora a decirles a las Cortes españolas qué pueden y no pueden votar antes de que lo voten es la nueva estación de un trastornado crescendo.
No obstante, que nadie se confunda, que nadie se deje aturdir por el estruendo ambiental: lo que hemos vivido y vivimos, la escena deprimente a la que nos obligan a asistir, no resulta aberrante solo por sus formas. También lo es por el fondo, por lo que se intenta dilucidar de tan mala manera. Unos -los azules- y otros -los ‘rojomorados’- se atizan, se patean y se arañan sin decoro porque ansían el control del CGPJ y del Constitucional, hoy en manos de acólitos del PP -que trata de conservar- y del que el PSOE y Podemos quiere adueñarse.
Pedro Sánchez insiste en recalcar la canallada en que incurre Alberto Núñez Feijóo al, como hizo Pablo Casado también, negarse a cumplir con la ley y aceptar el relevo en las instituciones mencionadas. Llevan en ello razón el socialista, lo que, sin embargo,de ninguna forma le exime de su responsabilidad en la execrable reyerta, ni convierte en honradas sus pretensiones últimas. Ni, sobre todo, aminora los irreparables daños infligidos a la justicia, fundamento de cualquier democracia que se pretenda decente.