La legislatura que acaba de empezar puede contemplarse desde dos ópticas bien distintas. La que es la hipótesis más común, tanto entre políticos como observadores, dice que el Gobierno de Pedro Sánchez va a malvivir amenazado, por un lado, por los ataques apabullantes de la derecha. Por otro, por las tensiones internas, fruto de los intereses contrapuestos de las fuerzas reunidas en torno a Sánchez. Encima, puesto que el PP se ha echado al monte y Ciudadanos se ha volatilizado, no existe alternativa, no hay plan B. Los socios deberán ir siempre a la una.
Naturalmente, el PP, Vox y los sectores afines harán todo lo posible para que el Gobierno estalle en mil pedazos lo más pronto posible. No parece que las embestidas actuales vayan a remitir, todo lo contrario. Núñez Feijóo, al que un día se le supuso reformista y moderado, se dispone a hacer que su profecía – “este Gobierno es un paréntesis”- se cumpla cueste lo que cueste.
Pero el futuro no está escrito, qué va. Intentemos ver las cosas, pues, desde la segunda óptica, de una forma quizás improbable, pero no imposible. Imaginemos que los políticos de izquierdas y nacionalistas catalanes y vascos sorprenden y administran sus discrepancias de forma razonable. Que el PSOE, en primer lugar, pero también los otros, aprende a llegar a acuerdos sin amenazas ni humillaciones. Y que, además, todos evitan dejarse arrastrar por la pulsión cainita agazapada en las relaciones entre Sumar y Podemos, ERC y Junts, y PNV y Bildu.
Esto es, que toman conciencia todos ellos de lo que tienen realmente entre manos. De lo que está en juego. De lo trascendente que puede ser esta legislatura. Y que consiguen sentar las bases de una nueva etapa de la democracia española, libre de las hipotecas contraídas durante la Transición. Que desmienten a los muchos que los quieren mal y hacen, como le gusta decir a Sánchez, de la necesidad virtud, para, en lugar de escribir un epílogo o hacer un paréntesis, escribir el prólogo de una España mejor, un poco más libre, próspera y civilizada.