La victoria de Salvador Illa no ha sido un vuelco, ni tampoco producto de un brusco giro de los acontecimientos. A lo que hemos asistido es a un progresivo deslizamiento de tierras, un cambio a cámara lenta. Algunos atribuirán su éxito al insólito paréntesis de Pedro Sánchez para reflexionar sobre si continuar o dejarlo. Seguramente, Sánchez ha tenido su efecto, pues en Catalunya tiene un público receptivo a sus peripecias. A mí, personalmente, lo que me gustaría resaltar -no lo he visto muy mencionado en ninguna parte- es la dimensión disruptiva del estilo de Salvador Illa, pues el candidato socialista ha conseguido situarse donde ahora se encuentra -es quien tiene más opciones de ser el próximo presidente de la Generalitat- gracias a una estrategia totalmente opuesta a la polarización que tanto se lleva hoy en España, Europa y el mundo. Illa ha aplicado una manera de hacer serena, constructiva, pacificadora. Y le ha salido bien. Lo común, en los días que corren, es abonarse al insulto, la simplificación grotesca y la demonización del adversario. Por supuesto, la amnistía ha venido a vigorizar enormemente la estrategia del socialista.
A Salvador Illa -por otra parte, al frente del PSC más identificado con el PSOE de todos los tiempos- le han salido bien las cosas, además, porque el independentismo se encuentra, siete años y medio después de octubre de 2017, cansado, fatigado, exhausto. Me refiero a los ciudadanos que aspiran a una Catalunya soberana. ¿Por qué? El independentismo sigue prisionero de unos dirigentes y de unas inercias que han acabado por desesperar a los electores. Si uno hace las cosas mal e insiste, al final pasa lo que pasó el domingo.
Vayamos a ERC, partido gobernante y que empató en escaños con los socialistas en 2021. Ha perdido ni más ni menos que 13 de sus 33 escaños. Más de 170.000 votos. Los resultados de las municipales y generales españolas del año pasado fueron también calamitosos. Pere Aragonès se equivocó terriblemente al anticipar las elecciones, precipitando el descalabro del domingo. Los republicanos, que probablemente van a convulsionar internamente, han sido víctimas, amén de la tozuda tendencia a la baja, de la lucha simbólica protagonizada por el PSC y Junts per Catalunya, en la que tanto Pedro Sánchez como Carles Puigdemont han jugado a fondo la carta emocional y han apelado a la épica de la víctima que guerrea contra un destino malhadado.
Sin embargo, las hormonas que Puigdemont ha inyectado a Junts no deberían enturbiar una visión nítida y completa de lo que en realidad es una crisis de fondo. Una crisis que abraza liderazgos, estrategias y narrativas. El independentismo, fundamentalmente Junts y ERC, deben cambiar radicalmente, por muy duro, complicado e incluso doloroso que sea. Hay que dejar atrás la fastidiosa resaca de una vez y volver a hacer política en serio. Resueltamente y con toda la ambición. Se acabó estirar el chicle. Hay que llamar al pan, pan, y al vino, vino. Y, sin renunciar a nada, arremangarse para transformar el país en un sentido positivo.