Nadie habla mal de Josep Rull, ni en Junts per Catalunya ni entre sus adversarios. Todos consideran al nuevo presidente del Parlament un buen tipo. Nacido en 1968, se puede afirmar que el de Terrassa lleva toda la vida en política. A mitades de los ochenta se afilió a las juventudes de Convergència Democràtica, donde alcanzó la secretaría general. Tan patriota catalán -o más- que independentista (no es exactamente lo mismo), durante años fue visto como el joven que con más garantías y coherencia podía recoger y proyectar el legado de Jordi Pujol, por quien Rull siempre sintió fascinación.
Pese a que contó con la confianza de Artur Mas, Rull nunca formó parte del llamado ‘pinyol’ convergente -los Oriol Pujol, David Madí, Quico Homs, Germà Gordó, etcétera-, que logró en su día convertir al primero en el sucesor de Pujol. Josep Rull, católico, sintonizó más con el grupo de jóvenes convergentes situados en el centro-izquierda. Junto con Carles Campuzano -hoy consejero del gobierno de ERC-, Damià Calvet, Jaume Ciurana, Neus Munté y otros formó parte del colectivo Sinapsi, cuyos miembros se definían como soberanistas y socialdemócratas.
En octubre de 2017, Rull, abogado de formación, fue una de las personas que presionó vivamente a Carles Puigdemont para que no convocara elecciones anticipadas, como estaba previsto, y proclamara la independencia de Catalunya. El lunes 30 de octubre, tras el 155, fue, con Junqueras, el único miembro del ejecutivo de Puigdemont que acudió a su despacho. En la foto de aquel día vemos sobre su mesa la primera página del ‘El Punt-Avui’ y al fondo una maqueta de la nave lunar de Tintín y una pequeña escultura de unos castellers. Rull se quedó y fue encarcelado junto con los otros líderes independentistas.
En prisión adoptó una actitud discreta y conciliadora, y se refugió en sus formas invariablemente amables. A lo largo de su trayectoria ha sabido combinar la solvencia -como en los debates de la última campaña, cuando sustituyó a Puigdemont- con un marcado sentido institucional. Apasionado de la historia, suele imprimir un tono solemne y frecuentar un léxico por momentos arcaico en los discursos. Sus defectos hay que buscarlos en el reverso de sus virtudes. Algunos lo consideran ingenuo y escasamente belicoso, sin rastro del “instinto asesino”, tan necesario, casi indispensable, dicen, en política.