Carles Puigdemont apareció a la hora anunciada en el Arc del Triomf de Barcelona, se subió a la tarima y lanzó un breve discurso, que cerró con un “Visca Catalunya lliure!”. Instantes después se había volatilizado. Esfumado. Desaparecido. Como los grandes ilusionistas, lo hizo ante miles de personas y, lo que es mucho más difícil de entender, ante cientos de policías convocados para darle caza. Estoy convencido de que los más célebres magos de la historia, desde el inolvidable Harry Houdini hasta David Copperfield, pasando por nuestro Antonio Díaz, El Mago Pop, no tendrían ningún reparo en felicitar al de Amer por su proeza. Como ellos, Puigdemont hizo posible lo imposible. Presos del desconcierto y el pánico, los responsables de los Mossos incluso ordenaron una desproporcionada Operación Jaula -sí, como si se tratara de un sanguinario terrorista- para intentar atraparle. Visto y no visto. Nada por aquí, nada por allá. Grandes aplausos.
El espectáculo fue realmente extraordinario. Colosal. Pero resulta que Catalunya no es una sala de fiestas, ni un circo. Ni Puigdemont un mago o un ilusionista, sino un diputado y un expresidente de Catalunya. Un político, en definitiva, lo que ha de llevarnos ineludiblemente a preguntarnos por el sentido de la ‘performance’. En el momento de escribir este artículo, pasadas ya unas cuantas horas, sigo sin ser capaz de discernir cuál es el objetivo político que Puigdemont perseguía con su tocata y fuga. Con su aparatoso y a la par brillante número. Por una parte, no ha conseguido estar presente en la investidura de Salvador Illa como había prometido. Por otra, su acto de desafío y confrontación contra los jueces sublevados contra la amnistía queda desdibujado, falto de pólvora, para convertirse en una especie de choteo, de burla, de mascarada. ¿Por qué, entonces? ¿Para qué? No se sabe. Al menos, servidor de ustedes, no acaba de entenderlo. Lo que sí es claro está es que existen damnificados. Unos cuantos. Entre ellos, y, para empezar, los Mossos d’Esquadra, que van a recibir duras críticas -merecidas- y ataques muy mal intencionados a raíz de lo ocurrido. También el Parlament, que vio seriamente entorpecido algo tan solemne como es la elección de un nuevo presidente de la Generalitat. O Salvador Illa, obligado a someterse a una sesión de investidura desnaturalizada, empalidecida, mermada.