‘Extrema derecha’ y ‘ultraderecha’ son atributos generalmente empleados para describir la potente ola que se propone arrasar la parte del mundo que hemos venido a llamar Occidente. Sin embargo, tales paraguas semánticos apenas recogen la realidad del trumpismo y el heterogéneo conglomerado internacional que le flanquea. Repetimos que son de ‘derechas’, pero en realidad no son conservadores. Su afán no es salvaguardar o mejorar lo vigente, las formas establecidas, sino destruirlo, arrasarlo. Son revolucionarios, unos revolucionarios con jaeces anarquizantes, para nada conservadores. Adoran las fronteras y rechazan a los inmigrantes, pero aplauden al Gobierno de Israel o ambicionan Groenlandia. Son populistas y llaman a la gente de la calle al combate contra las élites, pero aman el lujo y se rodean pornográficamente de millonarios. Son hijos de la aceleración digital y, sin embargo, se reclaman portadores de valores eternos. Exaltan la libertad individual, pero se emboban y reverencian a un autócrata como Putin. Etcétera.
El movimiento está eufórico. Viven el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca como la prueba de que Dios y el Destino están de su parte. Pese a su fuerte pulsión identitaria y las muchas diferencias entre ellos, han logrado forjar espacios de coordinación y apoyo. Saben que no van a ser, no son ya, una anécdota, ni un accidente histórico. Han conseguido el poder en Estados Unidos y en otros países. Los sondeos les sonríen en todas partes. Están a punto de conseguirlo, y lo saben. Van a hacer lo que haga falta para que esta oportunidad no se les escape.
¿Es posible detener a la formidable ola? ¿Debilitarla? ¿Qué se puede hacer? Lo primero, no seguir escondiendo la cabeza bajo el ala. Menos aún creer que aquello que no se menciona desaparece, estalla con la delicadeza de una pompa de jabón y se evapora. Esa ha sido seguramente la peor equivocación de los demócratas, y particularmente de los demócratas de izquierdas. Creyeron que los problemas iban a resolverse negándolos y mandando callar a quienes se atrevían a mencionarlos. Ha ocurrido lo contrario. Los problemas, aquellos problemas angulosos, difíciles e incómodos, no solo siguen ahí y continúan agrandándose, sino que han sido entregados a tipos como Trump, Milei, Orbán, Le Pen, Meloni, Abascal, que saben muy bien cómo convertirlos en metralla.
Los demócratas han de dar la cara. Y buscar soluciones. Soluciones, seguro que difíciles, seguro que complicadas, pero soluciones de verdad, realistas, prácticas. Que funcionen. Y combatir, combatir con la palabra sin descanso, insobornablemente. Hay quien piensa que quizás restringiendo el perímetro de la libertad, particularmente de la libertad de expresión, se podrá acabar con la ola. Creo que es una mala idea y que, además, no va a funcionar. Nuestras democracias son hijas de la Ilustración, es decir, de la razón y la palabra. Y es con la razón y la palabra que hay que defenderlas frente a sus enemigos. Pero es que, además, es demasiado tarde. Ya no podemos resolver la paradoja de Popper optando por ser intolerantes con los enemigos de la tolerancia. Defender la libertad recortando la libertad. Recordemos también que los cordones sanitarios únicamente funcionan a veces y por un tiempo, y que los radicales son especialistas en presentarse como víctimas de una terrible conjura para callarlos y destruirlos.
Nos queda la razón y la palabra. La razón para cavilar soluciones y la palabra para sostenerlas en cada plaza, en cada calle y en cada ciudad, sean las de siempre o las digitales. Es justamente en la esfera digital, que penetra y condiciona todo lo demás, donde la ola toma impulso. En las pantallas, los disparates, el engaño y el odio congregan y alistan a las masas. Es un terreno de juego, el de la comunicación digital, claramente inclinado a favor de los radicales, les favorece, pero no por eso debemos rendirnos. Hay que trabajar, por ejemplo, contra el anonimato en las redes y por unos algoritmos políticamente neutrales. Eso no es recortar la libertad, al contrario. Pero sobre todo hay que confiar en la fuerza de la verdad para doblegar a la mentira. Y no titubear, ni relativizar, ni dudar a cada paso. Trump y compañía no se cuestionan constantemente sus convicciones (todo lo contrario). Los demócratas deben dejar de hacerlo. Ahora no nos lo podemos permitir.