Empecemos por lo primero. Tienen razón aquellos que reprochan al consejero Felip Puig el haber lanzado ahora la propuesta de aumentar en ciertos tramos de autopista la velocidad máxima hasta los 130 kilómetros por hora, pues la polémica por los 80 está todavía humeando. Se diría que a Puig le va la marcha y que no le disgusta, todo lo contrario, erigirse en el gran candidato a bestia negra de la oposición de izquierdas. “Alguien tiene que serlo”, tal vez piense para sí torciendo el gesto a lo John Wayne. También llevan razón los que señalan que, con la que está cayendo, subir el límite de velocidad no parece que deba ser una prioridad del ejecutivo catalán. Aquí, sin embargo, falla un detalle relevante: nadie ha dicho, tampoco Puig, que los 130 formen parte de las prioridades del Govern. Además, ocuparse de la crisis no significa que todo lo demás tenga que paralizarse.
Pero penetremos en el meollo de la cuestión. Es de Perogrullo que si uno se la pega a 100 kilómetros por hora va a hacerse mucho más daño que a 50. Llevando tal lógica al extremo podemos aventurar sin ningún temor a equivocarnos que a 10 el número de muertes se desplomarían hasta prácticamente cero. Es evidente, pues, que hay que calibrar otras cuestiones, otros elementos. Desde que se estableció el límite de 120 ha llovido mucho. Los Seat seiscientos, tan corrientes entonces, se han convertido en piezas de museo. Los coches de hoy nada tienen que ver con los de entonces. Las autopistas también han mejorado. Consiguientemente, o hemos sido unos auténticos temerarios y todos estos lustros hemos circulado mucho más rápido de lo conveniente o podemos permitirnos elevar un poco la velocidad máxima sin que nadie se rasgue las vestiduras ni se tire de los pelos.
Luego está el asunto de fondo, el filosófico o ideológico, que sin duda es también importante. O sea: ¿hasta dónde y hasta cuándo las administraciones deben ejercer de tutor del ciudadano como si fuera éste menor de edad? O, dicho de otro modo: ¿hasta qué punto debemos desconfiar de la responsabilidad y cordura de la gente? Porque, por si a alguien s e le ha olvidado, cabe subrallar que no se pretende obligar a nadie a alcanzar los 130 kilómetros por hora. En todo caso, se le otorgaría la libertad de hacerlo si les parece conveniente y seguro. Estoy tentado de acabar esta breve reflexión convocando aquí a los automovilistas de Alemania, en cuyas autopistas no existe límite de velocidad. Pero, claro, la réplica de ustedes, amables lectores preocupados por la siniestralidad vial, sería automática y contundente: en los conductores alemanes se puede confiar, en nosotros, a veces y según cómo. Y, qué le vamos a hacer, puede que lleven toda la razón del mundo.