El PP logró en su momento que el Tribunal Constitucional desfigurara el Estatut. Desde entonces Catalunya se rige por un Estatut que nadie -excepto los miembros del TC- ha votado. Ahora el PP ha conseguido, al parecer a base de no pocas presiones, que el TC se pronuncie de forma estrafalaria y del todo irregular sobre quién debe o no debe ser el próximo presidente de Catalunya. Dice el Tribunal que, para ser president, Puigdemont ha de pedir antes permiso -parece recochineo- al mismo juez, Pablo Llarena, que mantiene injustamente en prisión a Junqueras, Forn, Sànchez y Cuixart.
Ante la imposibilidad de investir a Puigdemont sin transgredir las órdenes del Constitucional, el presidente del Parlament, Roger Torrent, ha decidido hoy aplazar el pleno en cuestión. Lo celebró Rajoy, el PP y sus aliados, que son muchos. Todo ello contrasta vivamente con su postura antes de las elecciones del 21-D. Entonces al PP le pareció la mar de bien que Puigdemont fuera el presidenciable de Junts per Catalunya. Anhelaban derrotarlo. Confiaban en que el bloque del 155 iba a ganar unos comicios convocados con ese fin.
Desconcierto y tensión
Naturalmente, la situación creada por el Gobierno español y el Constitucional está causando desconcierto y tensión entre las filas soberanistas, que ven cómo una vez más se adulteran las reglas de juego para derrotarlos. Sin embargo, y pese a las graves injusticias y al acoso constante, las fuerzas independentistas deberían ser capaces de preservar como sea, cueste lo que cueste, dos cosas, que, a mi entender, van muy unidas.
La primera, su capacidad para ponerse de acuerdo y preservar la unidad interna. Una guerra entre independentistas en estos momentos sería una tragedia. Lo segundo a blindar: el enorme valor de los resultados obtenidos en las urnas. Dicho de otra forma: tienen que empezar a gobernar, y a gobernar bien. Provocar una repetición de las elecciones sería una temeridad y causaría un enorme frustración y desgaste. Además, incluso en caso de lograr la victoria, esta nada resolvería.